25 de octubre de 1944.
Nunca he hablado con Nina por teléfono, lo considera la forma más impersonal de comunicarse con alguien, sobre todo conmigo: todas las llamadas que recibo las atiende mi madre o, en su defecto, Soledad con la obligación de informarle antes que a mí.
En cambio, a Nina le gusta escribir cartas: puede redactar todo lo que piensa sin miedo a quedarse sin tiempo, puede firmarlas con un pseudónimo y destruirlas si es necesario. Cree, además, que mantiene vivo el encanto de la lengua escrita como demostración de lo mucho que puede importarle alguien, ya que no duda en quedarse toda la noche en vela para hablar con esa persona.
Adoptamos por costumbre comunicarnos mediante notas, pero, por mi parte, resultaba casi tan difícil como hacer una llamada: cualquier carta que recibiese era interceptada por mi madre o Soledad en el buzón, y por mucho que Soledad quisiese entregármela directamente, le resultaba imposible y un riesgo desobedecer a mi madre de aquel modo. Eso no resultó un impedimento para Nina.
En la fachada de mi edificio se encuentra un buzón metálico que se usa para propaganda y que solo puede abrir el portero. Me pareció comprometido involucrar al pobre hombre, existían probabilidades de que se lo dijese a mi madre, así que Nina propuso dejarlas pegadas debajo del buzón.
Por muy elaborado que parezca el sistema, nunca ha fallado y hemos podido hablar de cualquier imprevisto que nos sucediese. Por eso, cuando salía con Soledad y palpaba muy cautelosamente la placa del buzón sabía si había pasado algo.
Solo existen dos momentos en los que no recibí ninguna nota o visita de Nina durante unos días: la primera vez que nos besamos y hoy, y en los dos, yo era la culpable.
Habían pasado dos días desde que nos vimos por última vez en el cine, en los baños, en ese cubículo que visitaba en cada momento del día y en el que actuaba distinto, dependiendo de lo mucho que hubiese estado soñando despierta. Sin importar la cantidad de escenarios que hubiesen podido ocurrir, le correspondía en todos.
Me subía a la palestra y escribía en la pantalla “te quiero” con mi barra de labios, lo susurraba en las butacas, lo gritaba en la calle y luego, siempre, le cogía de la mano y corríamos hasta llegar a su piso o al arcén de una carretera, a cualquier lugar menos Madrid.
La realidad fue que se declaró y que enmudecí porque había fantaseado con ese momento tantas veces que, cuando llegó, resultó improvisado y todas las versiones de mí que había confeccionado para ese momento eran inservibles. No pude reaccionar por la conmoción y sabía que, si intentaba hablar, solo emitiría balbuceos.
Nina sonrió, me besó en la frente y se marchó con Héctor aquella noche porque insistió en acompañarla de vuelta a casa. Nunca había experimentado tal malestar.
No eran los celos lo que me provocaba las ganas de vomitar, sabía que Nina no le permitiría acercarse a ella, sino el miedo de lo que él sería capaz de hacer ante una negativa y la culpabilidad de haber involucrado a Nina en una situación repulsiva para satisfacer mis deseos más egoístas. Unos deseos que no pude cumplir por cobardía.
Para mi madre no era tan extraño que Nina no hubiese dado señales de vida.
—Me preocupa no haber recibido noticias de Nina en dos días.
—Seguro que se encuentra con el amigo de Martín.
—Me lo habría dicho.
—Valeria, querida, te preocupas demasiado por ella. Ese joven es un buen hombre y seguro que la está colmando de tantos detalles que apenas tiene tiempo de mantenerte informada. Deberías hacer lo mismo.
—Madre, salí con Martín hace dos noches.
—¿Y qué te impide salir tres?
—¿No cree que sea un poco pronto?
—¡No para Nina! Estaba empezando a preocuparme por vuestra amistad, no era sana. Es bueno que empecéis a actuar en consecuencia de lo que se espera de vosotras, os encontráis en edad casadera y se os acaba el tiempo.
—Me gustaría visitarla de todos modos, si me lo permite.
Mi madre resopló.
—¡De acuerdo! Pero cuando compruebes que no le ha pasado nada, verás que tengo razón.
Comenzaba a detestar tener que pedir permiso para salir de casa y la idea de que se me considerase en “edad casadera”.
Desde niña, me enseñaron a defender el estándar de la mujer amante de su casa y su familia, y me entusiasmaba pensar que un día sería lo suficientemente buena para que un hombre se dignase a pedir mi mano y lo suficientemente afortunada para traer hijos al mundo; incluso me parecía razonable rechazar a las mujeres que habían sobrepasado la susodicha edad, como si nosotros tuviésemos el derecho de decidir qué mujer era válida.
Cuando empecé esta historia con Nina, el concepto de un amor sumiso no tenía cabida. Enamorarse no es servir la cena caliente, no es presumir de tu marido tanto como tan poco lo hace él, ni colmar de atención a unos niños que quizá no querías: es sentirse segura en cualquier lugar porque sabes que esa persona se siente segura contigo y saber que haríais lo posible, y si es necesario, iríais hasta los confines de la tierra, para que eso continuase siendo así. El amor no es limitado, y el amor obligado no es amor, es un trabajo.
Soledad tenía que realizar algunos encargos y mi madre aprovechó la casualidad para que me acompañase. Al salir, le pedí que me dejase en casa de Nina y continuase con sus deberes: nos encontraríamos en el portal a su vuelta.
Las puertas estaban abiertas y el portero ausente, así que subí las escaleras rápidamente, antes de que apareciese. Llegué a la segunda planta sofocada y con el corazón latiendo en la garganta: no sabía si era por el esfuerzo o por el desconocimiento de lo que iba a encontrarme una vez abriese la puerta.
Llamé con los nudillos, pude escuchar su voz desde el interior.
—¿Quién es?
—Soy Valeria.
Oí el ruido de los cerrojos y la puerta entreabrirse, una mano me agarró del brazo y me arrastró hacia dentro.
—¿Qué haces aquí?
Me quedé observando su rostro, conteniendo el desmayo: tenía el labio partido y varios cardenales en las muñecas.
—Dios santo, Nina, ¿qué ha ocurrido?
Alcé la mano para moverle la cara y ver si tenía más lesiones que estuviese ocultando, temblaba y hacía lo posible por reprimir el llanto. Era mi culpa. Yo le había hecho eso.
—Todo está bien, no debes preocuparte.
—Ha sido Héctor, ¿verdad?
—Terminamos de forma similar, pude propinarle una patada en la entrepierna.
—¿Qué te hizo?
—Nada que merezca la pena recordar.
—¡Nina, dime qué te hizo!
—Intentó forzarme, pero me resistí.
—¿Qué?
Por un momento sentí que mi cuerpo dejaba de funcionar, que la sangre se helaba, los órganos se detenían y solo me quedaba cerrar los ojos y desear que aquello no fuese cierto.
—Es culpa mía. —comencé a decir. —Es culpa mía, es culpa mía, es culpa mía.
Empecé a hiperventilar, todo se estaba volviendo borroso y apenas podía diferencia la figura de Nina. Noté que me agarró con una firmeza que nunca había presenciado y me sentó en el sofá.
—No es culpa tuya, mírame.
Me sujetó la barbilla y la giró para hacer contacto visual, no titubeó.
—No es culpa tuya que un hombre sea tan miserable.
Rompí a llorar con la fuerza de un bebé, de una viuda, y escondí la cara entre mis manos. No podía seguir mirándola por la vergüenza y la deshonra.
—Estoy bien, no dejé que me hiciese nada.
—Tengo que decírselo a Martín.
—No puedes.
Me destapé la cara.
—¿Por qué no? ¿Es que nos has visto lo qué te ha hecho? —grité. Solo pensaba en todas las desgracias que podían sucederle a Héctor, debía tener consecuencias.
—No vas a impedir que hubiese ocurrido, ningún hombre lo verá como un delito.
—Es violencia, Nina.
—Sí, contra mí. ¿Crees que les importa? Si se lo dices a Martín, la víctima será Héctor y yo sí sufriré las secuelas de no haber obedecido. Mi obligación, a ojos de esos animales, es complacerles.
—Tienes que hacer algo.
—Logré más la otra noche, cuando no me dejé intimidar. Eso es suficiente.
—¿Por qué no me dejaste una nota?
—Porque sabía que ibas a reaccionar así.
—Pensaba que no querías verme.
—No en estas circunstancias.
—¿Y después de lo que confesaste en los baños?
—Más que nunca.
—Pero no te correspondí.
—Me declaré porque era el momento correcto, no necesito que tú lo hagas para saber que me quieres.
—Pero sí te quiero, Nina.
—Lo sé.
—No, no creo que seas capaz de imaginártelo. Te quiero tanto que me aterroriza dejar de hacerlo y descubrir que nada tiene sentido si tú no estás. No recuerdo la vida antes de que aparecieses y no la concibo con nadie más, estoy perdidamente enamorada de ti.
No puedo escribir lo que sucedió después porque me resulta inefable y las palabras se resisten al sentimiento que me provocó saber que ya no era una niña. Nina me protegía de todo lo que ella conocía como una amenaza y eso me convertía, gustosamente, en algo tan preciado para ella que debía mantenerlo a salvo, excepto de lo que ocurría en su cama, donde ya no era delicada, sino una mujer.
Quería besar, tocar y mirar como ella lo hacía y procuraba memorizar cada punto de presión, cada recorrido y movimiento que realizaba en mi cuerpo con tal de reproducirlo en el suyo, pero era incapaz de verla desnuda sin sonrojarme y perder la noción de la realidad: me sentí avergonzada cuando supe que no entendía lo que estaba ocurriendo y, pese a todo, me reconocí completamente extasiada y con deseos de que no acabase.
—¿En qué piensas? —me peguntó.
Estaba tumbada junto a mí, jugando con mi mano, mientras yo miraba al techo. Guardaba cada sensación que su tacto, las sábanas y el calor podían darme. No quería olvidar nada.
— No sé por dónde empezar.
—¿Es algo bueno?
—Es indescriptible.
Nina me besó la mano y sonrió. Me giré para colocarme frente a ella.
—¿Y tú en qué piensas?
—En no dejarte marchar.
—¿Es un pensamiento recurrente?
—Es lo único en lo que pudo concentrarme.
Le aparté el pelo y le acaricié la cara hasta llegar a los labios, a esa herida que parecía una puñalada en mi corazón. No pude apartar la vista.
— A veces creo que me escondes una parte de ti.
—Lo sabes todo sobre mí.
—Sé que hay mucho más allá de lo que has enseñado al mundo y es desalentador saber que es indescifrable.
—Hay cosas que prefiero no hablar.
—¿Ni siquiera conmigo?
—Especialmente contigo.
—No hay nada que puedas decirme que me haga quererte menos.
Nina se reincorporó y se sentó contra el cabecero. La imité.
—¿Qué quieres saber?
Dudé unos segundos, no esperaba obtener una respuesta después conocer su actitud más esquiva.
—¿Qué puedes contarme de las mujeres cómo nosotras?
—Algunas mujeres se ven obligadas al exilio, otras contraen matrimonio con hombres y otras mantienen un estilo de vida clandestino; si son descubiertas, podrían ser encarceladas.
—No lo comprendo.
—¿El qué?
—Si esto no está en los libros, ¿cómo lo sabes?
—Cuando llegué a Madrid, frecuenté un bar cuyo sótano se utilizaba como sala clandestina donde las personas homosexuales se reunían.
—¿Sigues visitándolo?
—No desde que estoy contigo, es demasiado arriesgado.
Una pizca de culpabilidad me retoricó el estómago, no deseaba que abandonase sus costumbres por mí. Pensé en decírselo, pero conocía su respuesta y el punto muerto al que llegaríamos; decidí preguntar otra cosa.
—Háblame de tu vida en Sevilla.
Su postura endureció y tensó la mandíbula, noté cómo se le erizó la piel. Sabía que había sacado a la luz algo que ella no quería desenterrar.
—En otro momento.
—Por qué eres tan reservada?
—Es complicado.
—Explícamelo.
Cerró los ojos y cogió aire. Por fin conocería a la auténtica Nina.
—Mi madre nació en el País Vasco, y vivió con mi tía y mis abuelos hasta que éstos fallecieron y fue responsabilidad de mi tía cuidarla. Mi tío era guardia civil en Madrid, había vivido en esta casa, y había sido destinado al País Vasco, donde conoció a mi tía; se enamoraron y mi tía decidió irse a Sevilla, donde fue reasignado. Mi madre partió con ellos y conoció a mi padre en aquel pueblo, donde nací, bajo el nombre de Ainhoa.
—¿Ainhoa?
—Ainhoa López Ituño. Era el nombre mi madre, lo cambié cuando vine a Madrid.
—¿Por qué?
—Mi tía me había brindado una oportunidad de comenzar de nuevo aquí y no quería traer conmigo nada que me recordase a aquel lugar.
Observé a Nina con mucha atención, intentando averiguar si había cambiado algo: Nina y Ainhoa eran dos personas distintas para mí, me hizo pensar cuál de las dos había estado más presente.
—Mi padre —prosiguió —era minero, y un día, ocurrió un accidente en las minas y falleció. Mi madre luchó por superar el luto, pero yo los había visto quererse y sabía lo que esa clase de amor era capaz de ofrecer: la felicidad más inmensa o la muerte más agónica. A mi madre le dolía estar enamorada, tanto que enfermó varias veces, y una mañana, sin despedirse, caminó hasta el monte y…
Nina dejó de hablar tan abruptamente que me preocupé, giró la cabeza para evitar que la viese llorar. Me acerqué a ella y le agarré de la mano, me apretó como si tuviese miedo a perderse y me recordó a una niña asustada.
—Se ahorcó en un árbol.
—Nina… Lo siento muchísimo.
Era una respuesta inútil, sabía que no le quitaría ese pesar, no solo en aquel momento, sino jamás, y me sentí impotente.
—La gente del pueblo comenzó a hablar y la situación no mejoró cuando se iniciaron los rumores sobre mí.
Se secó las lágrimas de la mejilla con la otra mano, estaba más sosegada, aunque su voz continuaba rota.
—¿Qué rumores?
—Alguien aseguró que besé a una mujer.
—¿Y era cierto?
—Sí. Éramos amigas desde la infancia, inseparables. Su padre casi la mató a golpes cuando lo descubrió. No volví a verla.
—Tuvo que resultar muy difícil perder a tu primer amor.
—Fue un descubrimiento. Vivimos momentos importantes juntas y, cuando crecimos, ese afecto traspasó una barrera: no fue un primer amor, sino quién me impulsó a buscar uno real.
Intentó sonreír a causa de la nostalgia, pero solo consiguió hacer una mueca de tristeza. La añoranza la devoraba, nunca había sido tan vulnerable.
—No quiero repetir los errores del pasado. Entiendo que soy extremadamente cautelosa, pero lo hago porque sé lo que sucede después si somos demasiado imprudentes.
Entristecí al percatarme de que el amor que mis padres me habían enseñado era irrisorio porque no existía un atisbo de preocupación del uno hacia el otro: Nina me cuidaba como nadie lo había hecho antes y comprendí que carecía de importancia si era de ella, de Ainhoa o de ambas de quien me había enamorado; daría mi vida por ella.
Solo podía ser mi felicidad más inmensa o mi muerte más agónica.