Acaricié las hojas arrancadas del diario durante horas, volteándolas una y otra vez, leyendo pequeños fragmentos sin prestarles demasiada atención e intentando descifrar la simpleza de lo que significaban. Estaban tan llenos de sentimiento que me agobié cuando me di cuenta de que ya no existían amores como aquel y creí que la única opción que me quedaba era resumirlo hasta que perdiese fuerza y se convirtiese en lo que estoy acostumbrada a experimentar.
Me sentí la villana de la historia por intentar ningunear las palabras de mi abuela como si fuesen parte de una novela romántica pésima sin más razón que mi incapacidad de haber querido a alguien de esa forma; pensé que las hojas estaban arrancadas desde esos días y que las habría escondido en algún lugar de su cuarto, junto al diario, asumiendo el riesgo de ser descubierta en un lugar donde no se respetaba su privacidad. Mi actitud era completamente egoísta.
Puede que mi sociedad tuviese mucho que mejorar, pero tenía todas las oportunidades que Valeria creía que nunca podría conseguir, y no estaba aprovechándolas, estaba compadeciéndome.
Repasé las hojas por última vez, recordé a Julia: habían pasado dos días desde la última vez que nos vimos en mi piso y parecía que el universo no dejaba de enviarme señales de que ella tenía razón. Lo nuestro no mereció la pena y ya no me dolía tanto reconocerlo.
Guardé las hojas, abrí el ordenador y eché un vistazo a mis correos; acabé aceptando un nuevo proyecto, alguna vez debía volver a mi rutina, por muy caótica que fuese. Comenzaba a sentirme mejor y no quería perder el tiempo.
Miré el reloj, eran las diez de la noche, si me apresuraba podía llegar al bar donde trabajaba Julia antes de que se abarrotase de gente. No necesitaba vestirme: me puse las zapatillas, cogí mi cazadora de cuero y las llaves y salí.
Llegué en cinco minutos, vivía bastante cerca. Una de las persianas aún estaba echada y se podía observar el dibujo de una mujer amantando un bebé; en la otra, la que estaba levantada, la mujer sostenía un cohete.
Siempre que visitaba a Julia o pasaba por allí, me dedicaba a sacar fotos, no solo de las persianas, sino también del interior: me recordaba a los interiores que utilizaban en las series de televisión atemporales y en las películas donde los encuentros clave entre protagonistas debían suceder allí.
Estaban encendidas algunas luces neón y la decoración era muy divertida, entre sillones de cuero de distintos estilos, maletas encima de los muebles y lámparas de los años veinte.
Me acerqué a la barra, Julia estaba de espaldas.
—Hola.
Intenté parecer relajada, pero mi voz me delató y saludé con un tono tan bajo que dudé de si había conseguido escucharme con el hilo musical.
Julia se dio la vuelta.
—¡Hola! No esperaba verte aquí.
—Yo tampoco esperaba verme aquí. —dije, incómoda, mientras me apoyaba en la barra.
—¿Quieres algo de beber?
—No, gracias. Mañana empiezo a trabajar en un nuevo proyecto y no pienso quedarme mucho tiempo.
—¿De qué se trata?
—Una chica quiere abrir una tienda online y necesita ayuda con el diseño de la página.
—¿Y con qué agencia trabajas esta vez?
—Con ninguna. Es una tienda independiente.
Me miró extrañada.
—¿Qué pasa?
—Pensaba que ya no trabajabas para particulares porque los acuerdos de pago eran complicados.
—No creo estar preparada para embarcarme en un trabajo que requiere tanto tiempo, ahora mismo no podría tratar con el estrés que suponen las reuniones, las muestras, el rechazo… Con los particulares siempre he tenido mayor flexibilidad, todo queda entre nosotros.
—Y, ¿de qué es la tienda?, si puede saberse.
—Joyas artesanales.
—¿Te ha enviado alguna foto de esas joyas?
Saqué el móvil del bolsillo trasero del pantalón, entré en la aplicación de correo y busqué el mensaje. Descargué las cuatro fotos adjuntas y dudé sobre enseñárselas a Julia. Me llevé el móvil al pecho.
—Promete que no te vas a reír.
—¿Son tan horribles?
—Promételo.
—Es difícil bajo ese pretexto, pero lo intentaré.
—Esa no es una respuesta válida.
—En serio, lo prometo.
Suspiré, me alejé el móvil del pecho y se lo enseñé.
—Son… son muy… elegantes.
—Te estás riendo.
—¡No me estoy riendo!
Lo dijo con una sonrisa muy amplia, entre risitas muy pequeñas. Estaba aguantando la risa.
—Has prometido que no te reirías.
—¡Lo siento, pero parece algo hecho por un niño de cinco años!
—¡Julia!
—No puedes negarlo, Álex. ¡Míralo!, ¿cómo se supone que debes colgarte eso?
Miré la foto: era una cadena con diferentes cristales marinos y piezas de cerámica de muchos colores. No era capaz de ver el cierre.
—Es espantoso. —admití.
—Es muy hortera.
Ambas nos reímos y cuando caímos en la cuenta de lo fácil que resultaba aquella situación, apartamos la mirada y nos detuvimos. Julia carraspeó.
—Entonces, ¿solo has venido a hablarme de tu trabajo?
—No, en realidad quería hablar de nosotras.
—Oh.
No supe si la respuesta fue por la sorpresa o por el cambio brusco de la conversación. Volví a sentirme como al principio.
—¿Recuerdas el diario y las hojas que viste el otro día?
—¿Las de tu abuela? Sí, creo que también vi algunas fotos.
—Exacto. La mujer que aparece en esas fotos no era solo su “amiga”. —dije, gesticulando unas comillas con los dedos.
Julia arcó las cejas y sonrió. Asintió lentamente.
—Eran muy amigas. —remarcó Julia.
—Inseparables.
—¿Estás intentando decirme que tu abuela era lesbiana?
—Puede.
—¿Sabes cómo se llama esa mujer?
—Ainhoa, pero se hacía llamar Nina.
—Quizá tu abuela fuese bisexual.
—Creo que mi abuelo también aparece en esas páginas, o al menos menciona a un hombre llamado Martín un par de veces, aunque si hay algo que dejó muy claro fue que nunca le querría como él deseaba; estaba obnubilada por Nina. No creo que fuese bisexual.
—¿Y qué tiene que ver esto con nosotras?
—La forma en la que mi abuela describe su amor por Nina.
Julia me miró extrañada.
—Me refiero a cómo narra un amor tan inmenso que le resulta desesperada la idea de imaginarse una vida sin ella.
—¿No te parece tóxico?
—Para nosotras, como nueva generación, pero no creo que ellas entendiesen el amor de otro modo.
—¿Cómo algo posesivo y vital?
—Más bien como una sensación que te invade tanto que nubla los sentidos.
—Considero que ese es uno de los mayores problemas de su sociedad: las educan para obsesionarse con una persona y convertirse en mujeres completamente dependientes y tolerantes ante cualquier situación. Las reducen hasta que no valen nada y las utilizan como máquinas para satisfacer cualquier necesidad.
La postura de Julia había cambiado, estaba más rígida y echada hacia delante, sus hombros más subidos y su cara más tensa. Lo había tomado como algo personal, era una ofensa que nos comparásemos con algo así.
—Olvida cómo nos han educado, a todas nosotras: a ti, a mí, a Nina y a mi abuela. Piensa en ellas como personas completamente fuera de los estándares establecidos de aquel entonces, como mujeres que habían sido engañadas por su entorno al explicarles lo que era el amor de verdad. Piensa que se encontraron y se permitieron quererse sin la presión de lo que la gente esperaba de ellas porque a nadie se le ocurría que eso fue posible.
Sabía por su expresión que Julia estaba pensando en cualquier argumento que le cruzaba la mente para contraatacar, lo notaba en la forma en la que me prestaba atención: una parte de ella estaba escuchando mientras que otra se encontraba buscando en su cabeza, dividiéndose en dos personas distintas sin salir de su cuerpo.
—Sí, reconozco que puede parecer un amor obsesivo, tóxico y poco sano si lo miramos con nuestros ojos, —proseguí. —pero también admito que me gustaría, por una vez, afirmar tan fervientemente que daría mi vida por otra persona que no fuese yo. Lo que quiero decir con todo esto es que, aunque fuese un amor anticuado, era certero, tan sincero que parecía irreal, que resultaba inexplicable con palabras. No puedo evitar reconocer que lo envidio, tanto mi abuela como tú me habéis abierto los ojos; supongo que tenías razón: nunca te quise y nunca estuve dispuesta a sacrificar mi vida por ti.
Hubo un breve silencio, Julia entendió a lo que me referí con aquella expresión: no sólo que jamás hubiese podido morir por ella, sino que tampoco hubiese salido del armario por ella.
—Entonces, ¿somos amigas? —me preguntó.
—Podemos intentarlo.