9 de mayo de 1961.
El dolor consiste en un complemento transitorio. Son las cuentas y las perlas desgranadas que puedes colocar en otras joyas, como un collar alrededor del cuello que se hunde en la tráquea y genera el llanto, y un anillo enrollado en el dedo que oprime al corazón; cada bola, cada diamante es una dolencia distinta que, junto a otras, se acostumbran al cuerpo y tu cuerpo a sus marcas para convertirse en una parte nuestra y no en una tendencia de la que deshacerse cuando ya no resulta glamurosa.
Mi percepción sobre el dolor está reprimida y resulta fúnebre, más de lo habitual, pues nunca se me permitió llorar si mis lágrimas no captaban las atenciones del héroe que debía salvarme: 1os calambres en las piernas, la molestia en la espada y la modulación de mi risa fueron cualidades que aprendí de mi madre, quién consideraba que los sentimientos resultaban inútiles si no eran sutiles y elegantes y formaban parte de la feminidad que toda mujer de bien debía realzar para cumplir su cometido.
En días como hoy nunca pensé que recordaría a Nina como una paradoja: el dolor prominente, la perla más grande, y la inflexión de mi opresión. Me permitió sentir todo como una flor recién nacida, tan lozana que al tocarla se estremece y parece que tiene sistema nervioso; como los cristales que catalizan la luz y la expanden, me hizo brillar en cada lugar que visitamos.
Empleé mucho tiempo en buscar cada perla y diamante en mis joyeros con tal de percibir cada dolor y su peso, y diferenciarlo del que acapara todos los momentos; perder a Nina fue vaciar el alma y perder a Soledad fue despedirme de mi versión más infantil: sin ella, a pesar de mi adultez, tendría que soltarle la mano a una figura materna que conseguía mantener la paz que nunca tuve.
Soledad tenía una voz peculiar: anciana cuando no lo era y joven cuando estaba curtida por los años, era aguda pero no resultaba desagradable, sino dulce como el caramelo de miel que guardaba para gargantas resentidas. Su rostro parecía un lienzo con pintura seca que ensalzaba la aspereza de la piel, llena de arrugas de expresión y de agotamiento, fruto del trabajo de toda una vida.
Tenía los párpados caídos: cuando era pequeña creía que odiaba los días de sol y cuando crecí, comprendí que estaba cansada; era un cansancio placentero, la mirada de una persona que embellece tras llorar, un gesto que consigue acunarte de los peores presentimientos.
Sus labios eran tan finos que parecían el borde del mundo, un precipicio del lenguaje mal empleado y las buenas palabras, la cultura no estaba en su vocabulario, pero cualquier frase suya eran buenas noticias, sanaba las heridas.
Con los años se fue haciendo más pequeña, la curva de su espalda se abalanzaba sobre su cabeza y sus extremidades parecían consumidas por el fuego, tan delgadas que recordaba a cuando los huesos se secan. Lentamente, pero con determinación, el tiempo acabó con los dolores y una vejez mal regalada; hubiese dado lo que fuese por curar su enfermedad, todos los años que maltrató a su cuerpo con oficios extenuantes, con un caramelo de miel.
Nina fue el producto de un llanto incansable, inconcebible para mis ojos; Soledad supuso un llanto inexistente, unas lágrimas paralizadas cada vez que tocaba su ataúd para despedirme o pinchaba mis dedos en las espinas de sus rosas para asegurarme de que no había llegado mi momento de sequía. El duelo por amor, en ambos casos, permanecía latente como un dolor sordo, tan lacerante que entumece.
Los movimientos de mi hija en el vientre se encuentran en otra rama del dolor, uno más natural, molesto e incapacitante, pero compensatorio; con Nina supe que ser madre no era una prioridad y Soledad me demostró que la línea de sangre no era un requisito para tratar a alguien como algo tuyo. Tras la marcha de Nina huyó mi capacidad para querer a alguien más que no fuese ella, ni siquiera a mi persona, y me veía incapaz de responsabilizarme de la vida de una criatura que siempre sería el resultado de mis consecuencias.
En un principio, Martín respetaba todas mis evasivas, aunque fuesen la tapadera de las excusas que me imponía para convencerme de que no era el momento: sabía que no podía reservarme mucho más tiempo y me dejaba en sus manos con los ojos cerrados y un enfermizo autoconvencimiento de que era Nina, pero él no tocaba ni besaba como ella; su respiración era distinta, el tacto de su piel carecía de todo, su presencia, su peso era bruto, el olor de su cuello, la forma de sentirle era otro tipo de dolor: una dolencia del alma, un huésped que no era bienvenido en mi cuerpo.
Martín era un golpe de suerte, las plegarias escuchadas, un hombre encerrado en mi vida y que privaba de una realidad que yo también anhelaba: me pareció irónico querer un amor libre teniendo un prisionero en mis filas.
Lloraba cada noche que me volteaba para conciliar el sueño y ni siquiera dormida podía deshacerme del sentimiento de manipulación y culpabilidad, el vacío de Nina se hacía más grande cada noche y yo me dejaba consolar por el hecho de que la vida es muy efímera.
No quise quedarme embarazada, y cuando lo descubrí, pensé en todos los medios posibles para que aquel evento no ocurriese, pero no me atreví a llevar nada a cabo: puede que fuese por la convicción religiosa en la que me educaron, el discurso de mi madre sobre mis obligaciones como esposa o el cansancio de intentar algo que no acabase conmigo también. Olivia creció en mí mes tras mes, hasta que el vínculo se hizo tan presente que comprendí que era un regalo y una razón para quedarme y no convertir su vida en la mía; quería otorgarle a alguien la oportunidad de vivir plenamente, ya que ninguno de nosotros lo había conseguido.
Estuve mirando la lápida de Soledad unos minutos, toqué mi barriga y noté a Olivia tender la mano, como un intento de consolarme, y me di cuenta de que nunca se conocerían, de que jamás le contaría quién fue Nina, de que deseaba que no conociese a mi madre; sentí calor en el pecho, mis ojos estaban a punto de romperse en lágrimas que se habían quedado atrapadas hace mucho.
Respiré hondo y aguanté la presión de mi rostro, noté las rojeces invadir mi cara, apreté la barbilla, me mordí la lengua hasta probar la sangre y dejé que la nube pasase entre la euforia de saber que aún era capaz de sentir más allá de lo físico.
Recuperé la compostura, me besé la mano y toqué el nombre de Soledad rotulado en oro. Me convertí en marioneta de mis instintos cuando giré la cabeza y vi a una persona frente a los nichos de pared; cruzamos la mirada y un aroma a azahar confirmó lo que ya sabía: reconocería a Nina en cualquier parte.