13 de mayo de 1961.
Llevo recorriendo el vientre con mis dedos desde que nació Olivia, recreando una ruta que repasa los lugares donde se movió, un patrón premonitorio de las zonas que darán paso a las estrías de reconocimiento por empeñar mi vida y mi cuerpo; he llegado a mi destino, anhelando ese amor generacional que solo nosotras comprendemos, y todos los rumores que he oído no pueden compararse con el sentimiento.
No es un amor que te ahoga si te falta, carece del control que todo el mundo espera; no es un amor que callas e impones con la esperanza de guiarle en el camino que tú puedas supervisar: es un amor al que deseas que no se asemeje a ti, que alientas a que no permanezca donde tú te has abandonado. Es un amor sin definición, que no ensucia y no complica, que no aparece en los libros o en las palabras de mi madre; es distinto a lo acostumbrado y no creo que pueda considerarse, si quiera, como amor porque tiene poder propio.
Olivia es un amor que escucha y ha viajado por todos los rincones apagados que hay en mí para recordarme que ella se hospedaba allí y tenía miedo a la oscuridad, conocedora de mis peores días me distraía con algún golpe inoportuno, una patada que me hiciese maldecir; buscó centrarme en el dolor físico porque sabía que era lo único que aún permanecía vivo, incluso cuando había llegado el momento de venir al mundo: parecía que tiraba de mí hacia dentro y rasgaba con sus uñas todas mis paredes, cegándome para no olvidar lo importante que suponía no dejarme embaucar por el desistimiento.
Llegué al hospital creyendo que estaba destruyendo todos mis órganos, saltando por mi esternón y construyendo un fuerte con mis costillas; el dolor resultaba anestésico para las heridas del alma, había transcurrido demasiado desde la última vez que el corazón parecía escapar por la garganta; no había estado tan presente en el momento desde que conocí a Nina. Era desgarrador y no me decidía entre gritar por las lacerantes contracciones o reír por no recordarla, por ser un mero borrón entre tantas molestias; había conseguido olvidarla por unas horas y aquello revitalizó la esperanza de lograr su expulsión de mi cuerpo al mismo tiempo que Olivia nacía.
Empujé durante horas con temor de perder la consciencia, sentía las manos enrojecidas y abrasadas por el vigor con el que agarraba las sábanas de la cama, la cabeza parecía sacudirse ante la fuerza ejercida en cada empujón hasta marearme y ocasionar pequeñas erupciones en mi rostro; en un momento de lucidez, cuando pude descansar de los esfuerzos, recordé las veces que le dije a Nina que moriría por ella, todas las palabras que usé para describir mi final, y vi la ironía de lo que estaba ocurriendo en aquel momento: moría por amor, pero por un amor que difería de la necesidad que ella me provocaba. Un amor completamente mío.
Escuché a Olivia llorar tras un último intento. La presión de mi espalda y mi vejiga habían desaparecido, el dolor se reducía a los músculos y el pecho de tanto esfuerzo; estaba derrotada, pero gozaría de aquel cansancio si podía tocar a Olivia por primera vez y agradecer su existencia aquellos meses: había supuesto mi salvación.
Miré al techo mientras sentía el calor en mi cara, excesivo, como el bombeo de la sangre por todas mis extremidades; podía escuchar las palpitaciones de mis venas, mis latidos reanudarse con dificultad, las voces de las enfermeras taponarse a mi alrededor, como si alguien estuviese guardándolas en botellas. Lo último que recuerdo fue una sensación cálida y viscosa, prácticamente húmeda, bajar por mis piernas mientras mi visión de las luces blancas se reducía a granos que aparentaban ser copos de nieve.
Desperté limpia, habían cambiado las sábanas de la cama y mi camisón. La iluminación era más cálida, mis manos estaban suaves, mi vientre, completamente plano; no sentía el ardor en la cara ni el pelo enredado, no sentía el sudor ni los dolores residuales. Asumí que había desfallecido tras tanto trabajo físico.
Escuché el manillar de la puerta girar y observé cómo cruzaba el umbral con Olivia entre los brazos. Parecía feliz, con la expresión de plenitud que la paternidad te regala, sin perder vista de las expresiones del bebé; llevaba la misma ropa que me pareció ver en el cementerio. Se acercó y me ofreció a Olivia, su rostro me resultaba extraño porque tenía facciones que no reconocía; podría decir que probablemente no existían. Me dio un beso en la frente, me acarició la mejilla y cuando se apartó, pude ver mi anillo en su dedo.
—Lo conseguimos. -dijo, sin apartar la mirada de Olivia.
—Te dije que saldríamos adelante.
Giré la cabeza y contemplé el exterior del ventanal: nos vi en la azotea de las galerías aquella noche, a través de una ventana que mostraba al probador de aquella tienda, en su cama, en los servicios del cine, en el suelo de su salón cuando nos despedimos. Nada era real.
—Ahora debes ser tú quien salga adelante, Valeria.
—Desearía quedarme aquí si eso significa que puedo estar contigo.
Había muerto, o quizá estaba en ese proceso y aquello era un purgatorio, una sala de espera para acceder al Cielo. No necesitaba irme de allí para conocer a Dios, Nina se encontraba intacta, su recuerdo no se veía afectado por el tiempo: continuaba con esa juventud que me hizo perder la razón.
Olvidé que tenía a Olivia en brazos, que había conseguido deshacerme de su presencia durante unas horas, de todas mis intenciones de no volver a dejarla entrar, pero no pude luchar contra mis anhelos. Nina nunca podría abandonarme, yo nunca dejaría que lo hiciese.
—Ya te perdí una vez, no quiero volver a perderte de nuevo. No de forma irreparable.
Volví a despertar en una cama usada, con un camisón teñido de sangre y el cuerpo en ruinas. Me encontraba tumbada boca arriba y pude volver a ver el blanco de las luces, la pulcritud del techo.
Me reincorporé con ansía de ver a Olivia y las enfermeras me obligaron a acomodarme de nuevo: había sufrido una hemorragia y debía reposar. No atendí demasiado a sus peticiones, no cesaban mis preguntas sobre Olivia y su estado.
—Todo ha ido maravillosamente, puede estar tranquila. Ha dado a luz a una niña muy sana.
Escuché el manillar de la puerta girar y observé cómo Martín cruzaba el umbral con Olivia entre los brazos. Parecía feliz, con la expresión de plenitud que la paternidad te regala, sin perder vista de las expresiones del bebé. Se acercó y me ofreció a Olivia: pude identificar sus ojos como los míos, los hoyuelos de sus mejillas, la boca de Martín. Se agarró a mi mano con uno de sus dedos, tenía la fuerza de una hormiga.
No pude verla como un amor obligado, como una responsabilidad que debía obedecer; no era mi propósito ni lo que me definía como persona, era algo mío, algo que había crecido entre las malas hierbas que me habían enterrado, un cuerpo que consiguió salir ileso del desastre que llevaba descuidando tantos años; no encontré veneno en su mirada, era el antídoto contra las maldades que asustaban al mundo, tan bonita que paralizaba todas las sombras acechando mi tiempo.
No pude contener mi llanto, Martín se acercó y me dio un beso en la frente. Acarició mi mejilla, secándome las lágrimas y por un momento creí que le amaba, que había encontrado la felicidad que perdí hace diecisiete años.
—Lo conseguimos. —dijo, sin apartar la mirada de Olivia.
Giré la cabeza y contemplé el exterior del ventanal: no había edificios, solo un trozo de cielo. Creí verla en el reflejo del cristal, ocupando el lugar de Martín, y toda la euforia desapareció para dar la bienvenida al vacío que había dejado su ausencia: lo noté como una bala, un golpe seco que me dejó sin oxígeno. Su vuelta era fulminante.
No he dejado de soñar con ella desde entonces.