17 de mayo de 1961.
He dejado las manos bajo el agua tanto tiempo que ahora me duelen y apenas las siento, las tengo agrietadas por todo el jabón y el roce contra la ropa, a veces tan voraz que me hace sangre y puedo contemplar pequeñas gotas rojas acomodándose en las camisas tanto como me he abandonado en el costumbrismo de la rutina.
Hay días en los que las heridas cicatrizan antes y me resultan trásfugas, se asemejan a la cura del mármol o la piedra, que alisan la superficie cuando los daños se relajan, y cierran las grietas como si el derrumbamiento que las partió no hubiese tenido lugar; esa sensación de pesadez me provoca demasiado ruido porque parece que mi cuerpo sana mejor de lo que yo podría si fuese un acto voluntario, parece que me petrifico en los días y carezco de pulso, y apenas despierta el mínimo terror en mí: es por eso que aprieto las heridas hasta que se abren y puedo ver la marca que dejan a su paso, la carne que se esconde tras la piel y se inunda como un lago que ahogo en alcohol y vendo con la esperanza de que no desaparezca tan fácilmente. Una herida hecha de otras heridas es todo lo que alcanzo a ser.
Olivia estaba dormida en su cuna como una joya preciosa que trae paz al mundo, pasé varias veces por su habitación y permanecí sentada a su lado, admirando su brillo, como lo único que me salvaba de aumentar mis daños; ver cómo su respiración se acompasaba con la relajación que supone no advertir los peligros de tu alrededor me golpeó las entrañas y me hizo cuestionarme si le contagiaría este desasosiego por la vida, si de mí aprendería todas las imposibilidades, lo injusto y lo malo, la carencia de amor, de responsabilidad y de afecto que compone a todo ser humano que se aprecie.
Entré en pánico cuando caí en la probabilidad de que, quizá, estaba creando un monstruo y tuve que salir, tambaleándome, temblando, de aquel cuarto que se hacía más pequeño a su paso; ella es, inevitablemente, una parte de mí y no reconozco cuál, en estos momentos soy incapaz de tratarla como mi hija si eso significa ser un apéndice de toda la podredumbre que hay en mí.
Intenté desenredar mi garganta, evitar escuchar las voces que me guiaban hasta la misma conclusión, y comencé a lavar toda la ropa acumulada en el cesto del baño. Podría usar la lavadora, pero entonces no me quedaría nada que no fuese abandonarme a mi suerte, recordar lo que no fue, odiar esta casa que aún parece no darme la bienvenida, llamarme cobarde, ingrata y a escribir una nueva despedida que terminaría entre los cigarros y las cenizas del cenicero de mi marido.
No me acerqué a la ventana para tender la ropa, entré en mi habitación y dejé el cesto sobre la cama; no sé cuánto tiempo estuve allí, pareció el suficiente para que el agua formarse un surco en las sábanas y yo me dejase caer para sentir el cansancio de mis brazos convertirse en punzadas que alcanzaban las yemas de mis dedos. Miré al cesto y alcé el brazo para tocar la ropa, completamente húmeda, y coger una camisa de Martín.
Con los ojos cerrados, exhalé el olor a azahar que desprendía, la palpé para comprobar que seguía manteniendo esa aspereza que caracterizaba las camisas de Nina; me había rebajado a ideas absurdas para enamorarme de Martín, quería hacerme a la vida fácil, a la felicidad de todas las amas de casa que veo en el mercado, a las amigas que se mantienen y no traspasan las puertas de mi salón. Quería olvidarla convirtiéndola en alguien a quién no quiero, como una venganza que se parece a un insulto a mi inteligencia porque no soy capaz de burlar que lo único que he conseguido es clavarme su ausencia un poco más.
Me reincorporé y empecé a desvestirme, la ropa goteaba y no tuve en cuenta que la persiana estaba subida, que la mañana aún no había llegado a su mitad y que, en soledad, cualquier cosa era posible. Tiré mi ropa a un rincón, me abotoné la camisa y me abroché el pantalón, me solté el pelo y vi que ya había planeado esto antes porque nunca había descuidado tanto su longitud.
Me miré en el espejo del armario y comencé a recorrer mi cuerpo con las manos: pasé los dedos por mi cabeza, acariciando el cuello y más tarde, la clavícula; intenté infringir presión en mi cintura del modo que ella lo hacía, pero solo conseguí herirme, bajé por mis muslos y mis piernas y volví a iniciar el recorrido como una maníaca esperando encontrar algo. Hiperventilé, sollozaba como una niña pequeña y me rendí sobre mis rodillas, la red hilada de lágrimas en mis ojos no me permitía ver con claridad y creí sentir a Nina detrás de mí; me senté y abracé mis piernas, había perdido la cordura.
Me levanté minutos después, con el frío calando mis huesos y mis movimientos, me desvestí de nuevo y me abrigué con una manta mientras el espejo se reía de mí; cogí mi ropa, volví a mi estado normal y actué como una impostora tratando de convencerme de que aquello no había pasado, de que entrar en juegos retorcidos ya no era suficiente.
Escuché un ruido en la habitación de Olivia, me acerqué y vi que había despertado. La cogí en brazos y vi un intento de sonrisa por su parte que hizo que quisiese devolverle el gesto, pero todo lo que logré fue una mueca y una lágrima que cayó en sus labios. Ese sería su primer contacto con la tristeza.