18 de mayo de 1961.
Desperté con el delirio propio del abandono, me encontraba en el punto álgido de mi luto por la muerte de Soledad y el constante duelo por la vida de Nina, de tamaño desproporcionado tras verla en el cementerio; rodeada de visiones que podrían ser objeto de mi final, no hay lugar donde ella no estuviese presente.
Me miré los ojos por si habían cambiado de color, estiré mi piel, repasé el grosor de mis labios, observando mi rostro hasta cobrar su forma. Estaba en el modo de caminar de Martín, en la manera en la que Olivia dormía, en los gatos que torcían la esquina y en todas las cosas que intervenían en mi campo de visión: en las horas, en las sombras, en el silencio y en el sonido del agua y las sartenes que acallaban su voz en mi cabeza.
Si miraba al cielo, la veía sentada entre las nubes, y si dormía frente al espejo, veía su silueta entre las luces de las farolas; estaba en las cortinas de mi cuarto que disfrazaba como el vestido que desabotonó la primera noche que pasamos juntas, en los pendientes que me regaló mi padre y que no volví a encontrar después de nuestro encuentro en la tienda, tras guardarlos como mi mayor pertenencia; desaparecieron al mismo tiempo que Nina, semejante a una utopía, una rotura del día, un respiro egoísta de lo que nos aguardaba.
He tomado el pulso de mi cuello hasta dejar las marcas de mis dedos, presionado la mano contra mi pecho hasta tocar hueso para comprobar que aún seguía viva y no estaba moribunda, pidiendo permiso para partir una vez recordase todas las cosas que no viví con ella; atorada en una etapa de negación permanente, en la agonía antes de la muerte. He vuelto sobre las páginas de mi diario para rememorar aquellas palabras: "solo podría ser mi felicidad más absoluta y mi muerte más agónica", quizá fue el encanto de la noche lo que no me permitió admitir que también sería una plaga, la hiedra que crece y conquista.
Me estaba convirtiendo en una enfermedad terminal que perjudicaba mi juicio y desenvolvía todo lo que he tratado de ocultar; como una granada de guerra que explota al tocar el suelo y se contiene en el aire, siento que he caído y todos sus recuerdos han salpicado mi entorno.
Quise contarle a Martín que quizá había perdido el control de mi persona y mis acciones, que toda mi amargura había adoptado una fuerza imparable, la espesura del lodo, y que emanaba de mí como el agua que escapa de una presa fracturada; no quería que Olivia creciese con una madre ausente capaz de rechazar su existencia con tal de permanecer inerte, como un cuerpo sin más vida que la que confunde. Era un mal ejemplo para ella la forma en la que amaba a las personas: inhibiendo todo mi ser para someterlo a la obsesión de vivir en todas las posibilidades que podrían haber sido.
Sin embargo, me detuve para concederme una última oportunidad: sabía que Nina acudiría al buzón de mi antiguo portal si quisiese comunicarse conmigo.
Me quedé tras los árboles, esperando a la mujer que despedí descalza y de rodillas, creyendo que quizá no había envejecido y mantenía la belleza que había robado de Andalucía, con la mirada felina y la presencia que nadie podría imitar porque su naturaleza carecía de gracia.
Llegó de espaldas, con un jersey de cuello vuelto y unos pantalones campana, ambos del mismo color azul. Su pelo carecía del rojo que solía imitar el atardecer, más opaco y repleto de pequeños mechones grises que parecían cadenas de plata fina, recogido con una horquilla por detrás, y más ondulado de lo que debería por la falta de humedad.
Llevaba una nota entre las manos, tanteó el buzón rozando la parte de abajo con sus dedos. Noté como el corazón se desplomaba como los pianos lo hacen de las ventanas.
—¿Nina? —atiné a preguntar.
El tiempo había tallado detalles minúsculos en su cara, guardando la juventud como un cáliz bendito que, a la vez, mostraba las grietas del paso de los años sin mellar el "duende" de su expresión; no importaba cuántas estaciones habían transcurrido, Nina seguía siendo la gran revelación del siglo, el clímax de una búsqueda por el tesoro más codiciado.
Acaricié su cara, contuve los impulsos de abalanzarme sobre ella y abrazarla hasta dejarme caer en su interior; si lo hacía, nunca querría volver a salir, despedirme sería la última banderilla en mi espalda para rematar el hilo de supervivencia al que me he estado aferrando.
Nina agachó la cabeza y mi mano cayó, lo sentí como un disparo. Preferí creer que había sido el resultado de mi imprudencia y no de su desasosiego.
—Te vi en el entierro de Soledad. —dije, intentando tapar la vergüenza por su rechazo.
—Vi la esquela en el periódico y quise despedirme de ella, sé lo mucho que significaba para ti.
—¿Por qué no te acercaste?
—No me pareció apropiado.
Volvimos a quedarnos en silencio y me protegí tras la sospecha y no la afirmación de que habíamos cambiado con el mundo; ese entusiasmo, toda la lujuria, se habían reducido hasta quedar ausentes.
—Quería entregarte una nota para que supieses que he regresado. —dijo, enseñándome el papel que traía.
Podía diferenciar las venas que habían ascendido a la superficie, las manos eran de seda, tan tersas que parecían confeccionadas a propósito. Observé alguna peca, pequeñas dobleces de movimiento al apretar la hoja, pero ningún signo de la edad, y me pregunté si ese afán de inmortalidad era propio de la brujería o de divinidad; intuía el final de la historia solo por sus gestos y, aun así, permanecía como alguien que idolatraba hasta la completa sumisión.
—Ya no vivo aquí.
—Lo imaginé cuando vi a Martín en el cementerio.
El tono de su voz era estático, absurdamente premeditado, como una grabación, un guion memorizado. La retraté en el piso de su tío, escribiendo las posibles preguntas, contando las palabras de sus respuestas como algo que puede agotarse, mientras calculaba cuantos pasos puede caminar y cuantas veces puede pestañear sin cruzar una línea que sabía que fui incapaz de borrar.
Me engañé tratando de convencerme de que aquella era su forma de guardar la compostura y de no agarrar mi muñeca para sacarme la ciudad, dejando a Olivia en mitad de la calle, a Martín con una cama vacía, abandonando todo.
—Nos casamos un año después de tu marcha.
Quería una reacción más allá del discurso que dejó cuando partió, exaltar sus celos, provocar la envidia y saber si se arrepentía de su decisión. Buscaba una mueca que solo yo pudiese ver, un paso en falso que arruinase su equilibrio, un gesto involuntario y ridículo que careciese de sentido; cualquier cosa sería suficiente para saber que me estaba escuchando, que aún podía ver a través de la versión que había construido y encontrarme.
—Me alegro por vosotros, Martín es una buena persona y estoy convencida de que también es un buen padre.
Apreté el manillar del carro de Olivia como mecanismo de retención, intentando disimular la decepción de no haber logrado efecto y de empezar a pensar en la posibilidad de que ya no éramos nada.
—Es un hombre muy afable. —dije, intentado esbozar una sonrisa.
Acababa de demostrar que no quería a Martín porque aquella descripción no le hacía justicia a nadie, ni siquiera a él; era la forma más educada que tenía de referirme a su persona: como un buen amigo, pero no como el amor de mi vida.
—¿Has conocido a alguien en Sevilla? —me aventuré a preguntar.
—He conocido a personajes interesantes, pero no he mantenido ninguna relación con ninguna mujer, si es eso lo que peguntas.
Me sonrojé ante el destape de mis intenciones.
—Viví en mi pueblo una corta temporada, —prosiguió —hasta que pude realizar el Servicio Social y matricularme en la universidad.
—¿Qué has estudiado?
—Enseñanza. Tras graduarme, me quedé en la capital de forma permanente.
—Parece un trabajo muy noble.
—Es muy gratificante saber que estoy haciendo todo lo posible por asegurar un futuro mejor para esos niños, aunque estén marcados por el convencionalismo; me gusta pensar que podrán llevarse con ellos esa libertad que quiero transmitirles.
Supe que aquello no formaba parte de su estrategia: era propio de Nina ser una defensa sin armas y sufrir las consecuencias en nombre de todos. Fue un recordatorio de que no había olvidado sus valores, de que no había cambiado a tantos niveles como yo creía, de que ocurriese lo que ocurriese, siempre se sacrificaría, aunque no fuese el deseo de nadie.
—Entonces, ¿por qué has vuelto a Madrid?
—Encontré un trabajo con mejores condiciones.
—Abandonando a esos niños.
—Sabían de mi traslado, me he despedido de ellos.
—¿Cómo te despediste de mí?
Tensó el cuello, podía ver la línea de la mandíbula sobresalir tanto como los huesos de esta marcarse en la piel. Había conseguido la reacción que buscaba.
—Valeria, no es buena idea hablar de esto.
—¿De qué más quieres hablar, Nina? Ya hemos fingido suficiente pretendiendo que nuestras vidas son idóneas sin la otra en ellas, hemos ignorado la cuestión que nos ha traído aquí como si no hubiese ocurrido o no fuese lo suficientemente importante para nuestra atención: que te fuiste y me dejaste cuando te pedí que no lo hicieses.
Olvidé los últimos años, la locura de los últimos días, la tristeza que casi me empuja a terminar conmigo, el luto de los fantasmas que no pude enterrar: estaba herida, tanto que creí ver lesiones materializándose en mis brazos, y Nina no quería reconocerlo. Fue la primera vez que sentí ira hacia ella.
—No estoy fingiendo. Verdaderamente estoy feliz por ti.
—Entonces no me quieres.
—No he dicho eso.
—No es necesario. Si te alegras por dejarme en una vida que sabías que no quería tener si no era contigo, me demuestras que ya no queda nada.
Guardó silencio y yo solo quise gritar, parecía estar controlada por la impasividad y no pude soportar tanta calma; aquella actitud era peor condena que decirme que ya no me quería.
—Podrías pedirme que te siguiese hasta el fin de los días y lo dejaría todo en un instante. —perdí el control de mi voz, comenzaba a sonar a desesperación.
—No quiero irrumpir en tu vida de ese modo, Valeria.
—Necesito que lo hagas, Nina. Necesito que derribes las puertas y no me dejes más opción que huir contigo.
—Valeria, estás casada y tienes una hija.
—Eso no me impide seguir enamorada de ti.
—No es buena idea volver a empezar, no ahora.
—No quiero volver a empezar, quiero continuar donde lo dejamos.
—Valeria, la situación ha empeorado: ahora nos persiguen con más insistencia por la nueva Ley de Vagos y Maleantes y el adulterio es delito. Si nos descubriesen en cualquiera de los dos escenarios, arruinaríamos nuestras vidas, dejarías a tu hija sin madre y no puedo permitirlo porque sé lo que es crecer sin una.
—Parece que nunca te hayas ido.
—Solo quiero lo mejor para las dos ahora que mi tío ha fallecido: no tengo a nadie que pueda protegerme y no puedo arriesgarme a ponerte en peligro otra vez.
—No quiero tu protección, te quiero a ti. No sé lo que debo hacer para que entiendas que no me importa el peligro que eso conlleve.
Recordé la noche en la que nos declaramos, en la azotea de las galerías de mi padre, y tuve la sensación de estar viviendo aquel momento de nuevo, a falta de la luna, de las alturas, del otoño y de nosotras; aquello parecía el fin de una pieza musical que se funde en el silencio y deja paso al vacío que provoca saber que nunca volverás a sentir la adrenalina de aquel sonido porque no existe otra igual.
—Cuando era joven, creía que tu necesidad de salvaguardarme era un gesto noble, aunque no lo comprendiese: sabía que era una intención de tu amor. Pero te fuiste y una parte de mí se fue contigo mientras la otra luchó por sobrevivir en un lugar que no le correspondía y que carecía de sentido sin ti. He pensado en cometer actos inimaginables, he creído que estaba sufriendo delirios porque te veía en cualquier lugar y no podía tocarte: estabas en mi cabeza y no era capaz de coger tu mano y tenerte.
›› Toda esa frustración acumulada solo me ha enseñado una cosa: estas son las consecuencias de no vivir cuando debíamos. No necesito un escudo, necesito un lugar sin barreras para que todo el mundo pueda ver, muy a su pesar y a la de la imagen de Dios, de la naturaleza tal y como la conocen y de toda tradición, que soy tuya.
Todavía puedo ver su imagen inmóvil frente al buzón, viéndome alejarme, deseando que viniese tras de mí mientras resistía el llanto centrándome en los rasgos de Olivia que se me asemejan a los míos.
Aún quiero a Nina, y sé que siempre lo haré, pero no puedo ignorar que todas las ilusiones de tener una vida junto a ella son nulas.