—¿Álex, estas ahí?
Dos toques, la voz de Julia me asustó. Decidí levantarme para abrir la puerta.
—Julia? ¿Qué haces aquí?
—Me ha llamado tu madre, está preocupada. Dice que no ha sabido nada de ti desde hace tres días.
—¿Te ha llamado mi madre?
—Soy tu mejor amiga, ¿recuerdas?
—Claro.
—¿Por qué no le has cogido el teléfono?
—Porque no me ha llamado. ¿Y a qué te refieres con que han pasado tres días? Te fui visitar al bar ayer.
—No, Álex, fuiste hace tres días.
Julia entró y se detuvo a observar el desorden: los platos en el fregadero, amontonados y sin fregar, la cama desecha con montones de ropa tirada en el colchón y en el suelo, las persianas a medio echar y la encimera de la cocina llena de hojas que sepultaban el móvil y el ordenador.
—¿Ha ocurrido un terremoto aquí?
—¿A qué te refieres? —pregunté mientras buscaba el móvil en la encimera.
—¿Has visto el estado de este lugar? No importa a dónde mires: cada rincón está peor que el anterior.
—Eso es porque el piso es un estudio y en cuanto dejas algo en otro sitio, parece desordenado, aunque tienes razón: debería hacer un poco de limpieza.
—¿Solo un poco?
—Mierda.
—¿Qué pasa?
—No tengo batería, por eso no he visto las llamadas.
—¿Se quiere saber qué has estado haciendo? ¿Trabajar? ¿Vengarte de tu casero?
—No puede ser.
—¿Qué sucede ahora?
—Trabajé la mañana siguiente de visitarte en el bar, un par de horas, y no he vuelto a mirar el ordenado desde entonces.
—Tampoco pierdes mucho si esa clienta te ha enviado un mensaje y no lo has visto.
—Julia, es trabajo.
—Pero no uno muy bueno. No creo que ni ella esté deseando abrir su tienda cuanto antes.
La miré con desaprobación y abrí el portátil: no tenía ningún correo.
—Genial, no tengo nada.
—Entonces, si no has estado trabajando, ¿qué has hecho?
—Leer el diario.
—¿Sin comer o ir al baño?
—He bebido mucho café y me he alimentado de pasta, si te sirve de algo.
—¿Has pasado tres días a base de café y pasta?
—Y agua.
Alzó las cejas y suspiró.
—Vale, y… ¿Has descubierto algo?
—La única novedad es que Nina se marchó a Sevilla tras romper con mi abuela.
—Quizá no se volvieron a ver.
—Según ella, le pareció ver a Nina en un cementerio, pero tengo mis dudas.
—Que buen reencuentro.
—Estaban allí por la muerte de Soledad, la mujer que trabajaba en casa de sus padres cuando era pequeña; era como una madre para ella.
—Y, ¿tú crees que Nina no estaba allí?
—Creo en la locura transitoria.
—No exageres.
—Sinceramente, no sé cómo ha sobrevivido estos años: habla de la muerte todo el tiempo, Julia.
—Qué forma de romantizar el suicidio.
—No creo que mi abuela tuviese esa intención: realmente parece que vivió años muy oscuros.
Nos quedamos en un silencio incómodo. La salud mental se había convertido en un tema predominante para nosotras, para toda nuestra generación, y el diario no solo mostraba las dificultades de la época sobre no poder amar a quién se quería: también dejaba claro por qué se hacían llamar “la generación silenciosa”. Nadie se preocupaba por la constancia de un sentimiento que se hacía más grande o la falta de otros que se hacían más pequeños, no podían alzar la voz y pedir ayuda sin ser estigmatizados.
Julia se acercó a las hojas esparcidas por la mesa, jugando con ellas, sin prestarles atención.
—Quiero entregarle el diario a Nina. — comenté, intentado cambiar el tema de conversación.
—¿Qué?
—Debería tenerlo.
—Valeria te lo dejo a ti.
—Nina merece tenerlo más que yo.
—Es la única cosa con la que puedes mantener vivo su recuerdo; ni la ropa, ni los zapatos, ni las joyas o su piso podrán darte esta conexión que sientes ahora mismo.
—Me dejó una nota junto a la carpeta y el diario, quería que lo tuviese para saciar mi curiosidad y despejar algunas dudas, para aprender a vivir cómo ella no pudo, pero estoy empezando a pensar que Nina le sacaría más provecho.
—Tienes que estar bromeando, ¡ni siquiera era una de sus voluntades! ¿Y si se lo ocultó por algo, o terminaron en malos términos?
—Julia, mi abuela escribió una oda a Nina en ese diario. Por mucho que sea su nieta, no puedo competir con lo innegable: que dedicó su vida a ella, incluso si las cosas no fueron bien. Estoy segura de que la quiso hasta el fin de sus días, pasase lo que pasase.
—Pues hagamos un trato: sigue leyendo el diario, descubre si alguna vez volvieron a verse, y toma la decisión cuando lo acabes.
—¿Y si me ayudas a encontrar a Nina? Quizá podría hablar con ella antes.
—Solo si prometes que le entregarás copias y no el diario original.
Bajé la mano lentamente y con cuidado por el cuerpo de la encimera y crucé los dedos.
—De acuerdo. ¿Por dónde empezamos?
—¿Sabes su nombre completo?
—Sí, Nina se lo llegó a decir. También sé que es de Sevilla.
—Cuando hice el árbol genealógico de mis abuelos, busqué en las hemerotecas on-line; si vivió en algún pueblo o se afilió a algo, quizá podamos reducir la búsqueda.
—Era de un pueblo de Sevilla, pero nunca dijo cuál. Aun así, no creo que se afiliase a nada, era muy sobreprotectora y prudente; no creo que se arriesgase tanto.
—Bueno, es un comienzo.
Julia cogió el ordenador y buscó la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional Española. Escribió el nombre real de Nina y seleccionó todos los periódicos de Sevilla. No arrojó ningún resultado.
Volvió a probar filtrando los periódicos de Madrid.
—¿Era profesora?
—Según el diario, sí.
—¿Crees que podría ser ella?
Observé la foto del artículo: borrosa, con los colores de la tinta corridos por la mala impresión. Era incapaz de diferenciar cualquier rasgo significativo, como las motas de los ojos o el color del pelo.
Cogí una de las fotos antiguas que tenía con mi abuela y la acerqué a la pantalla.
—¿Crees que se parecen?
—Puede. Ninguna foto tiene mucha calidad.
—Si pudiese verle los ojos…
—¿Por qué?
—Según mi abuela, tiene los ojos verdes con pequeñas motas marrones, pero es imposible comprobarlo así. ¿Qué dice el artículo?
—«Ainhoa López Ituño, la primera profesora en proponer un espacio seguro en las aulas para jóvenes homosexuales: “he trabajado en esta escuela durante veinte años, intentando no solo educar a los niños, sino también regalándoles un espacio libre de miedo y coacción. Ahora que estoy jubilada, no se me ocurre mejor forma de seguir apoyándoles.”, ha declarado. Este proyecto, basado en organizar charlas extraescolares o clases sustitutivas de las que no se puedan ejercer por la falta de profesorado en ocasiones excepcionales, consigue una suma relevancia en el sistema educacional y social, considerando la reciente aprobación de la Ley de Matrimonio Homosexual.»
—¿Dicen el nombre del colegio? Quizá podríamos preguntar por ella.
—Sí, pero no te serviría de nada, es información privada; seguramente no tengan su historial, esto ocurrió hace casi veinte años.
Me acerqué el ordenador para leer el nombre y buscarlo.
—Bingo.
—¿Qué?
—El colegio está dentro del distrito de Sol. Mi abuela y Nina residían allí, y si Nina regresó a Madrid, probablemente volviese a casa de su tío, que es donde solía vivir.
—Así que es ella.
—Es muy probable.
—¿Hay algo más que podamos buscar?
Tuve la idea al instante.
—Una floristería.
Busqué floristerías cerca de Sol y tras deslizar el cursor por todas las que habían abierto en los últimos años, conseguí encontrar una que había estado en pie desde 1923, a dos minutos de distancia del barrio.
—Ya sé dónde podemos preguntar.