20 de mayo de 1961.
Habían transcurrido tres días desde mi encuentro con Nina y temía que su vuelta fuese un daño terminante, lo que me arrebataría la poca firmeza que aun mantenía sobre la cuerda floja en la que convertí mi vida, jugando con un equilibrio tan ligero que muchas veces pude observar el fondo del abismo; aquella conversación en el buzón me hizo creer que había tropezado y tuve la sensación de estar aferrándome a esos hilos con dos dedos, esperando una mirada, un gesto, cualquier palabra que me siguiese como un espectro: acechando mi cuerpo como en los últimos años, pero más fuerte, más vengativo y tan arrollador que acabaría convirtiéndome en una invitada porque todo sería suyo.
Me acosté con las expectativas de no poder dormir, recordando todas las súplicas que hice, el momento exacto en el que noté la garganta entrelazada para quebrar mi voz, pero nada ocurrió; conseguí sobrevivir sin pesadillas, sin recordar cuando fue la última vez que logré un sueño tan pleno. Lo consideré una excepción, quizá por la conmoción del momento o por la sorpresa de no procesar los sentimientos que aquella reunión provocó como negativos.
Esperé a la segunda noche, aguardando una reacción agresiva, un desconsuelo mayor que el de los últimos años, la desesperación por la que abandonaría mi hogar en mitad de la madrugada y me encadenaría en la puerta de su casa hasta que me dejase entrar, pero aquello tampoco ocurrió; la herida estaba cerrada o sanando de una forma extraña porque ya no percibía el dolor. El sonido inquietante que asaltaba mi cabeza con todos los futuros posibles, todos los sucesos que me hacían preocuparme de perder un instante esencial para mi felicidad habían cesado, no quedaba rastro de los remordimientos; aquel vacío estaba inundado por el silencio.
No me atrevía a reconocer que había logrado dominar la imposición de Nina sobre mí; la quería y mi proposición de estar junto a ella seguiría presente si la reconsideraba, pero ya no resultaba necesaria para que consiguiese levantarme por las mañanas. Tras su negativa pude cerrar todas las incógnitas de lo que podríamos haber sido porque descubrí que nada cambiaría: ella continuaba tras las sombras y yo había sufrido tantos altibajos que no sentiría el vértigo y el pánico de ser descubiertas; existían más personas como nosotras y podía cerciorar que no seríamos las únicas, siempre habría gente en la luz y yo quería pertenecer a ellos.
Hoy me desperté con las esperanzas depositadas en que esta nueva situación no fuese transitoria o una protección contra su rechazo, no quería una recaída, sino un crecimiento: dejaría de entregar todo mi amor a Nina para distribuirlo entre Olivia de forma total y entre Martín de forma platónica; mi corazón siempre sería de Nina, pero podía entregar todas las partes que había abandonado recientemente a aquellos que nunca consiguieron acceder a ellas. La idea comenzaba a resultar emocionante cuando Martín volvió del trabajo con nuevas noticias.
—No puedes imaginar quién ha visitado las galerías. —dijo, mientras rodeaba mi cintura con los brazos y me besaba la mejilla. Me encontraba en la encimera de la cocina, cortando en la tabla las verduras para la cena.
—¿Un inversor? ¿Una actriz?
—Piensa en alguien más cercano, pero igual de extraordinario. —dijo, sentándose en su silla de la cocina.
En aquellos momentos me recordaba a mi padre, quien tenía su propia cubertería y asientos reservados en las mesas de nuestra casa y en las casas de otros familiares o amigos; aunque la silla estuviese tallada sobre otro material, su posición siempre era la misma: frente a todos, gobernando la mesa como el patriarca de la familia a quien servían primero, quien se levantaba el último y el responsable de todos los discursos de orgullo y castigo.
Un día me senté en una de sus sillas, era muy pequeña y no recuerdo por qué lo hice, pero aprendía que mi lugar nunca sería el suyo, no en el mundo ni en la casa, mucho menos en sus galerías. A veces me imaginaba a Martín reprendiendo a Olivia por tomar su lugar inocentemente y deseaba que no fuese como él; sentía alivio cuando me daba cuenta de que era una situación hipotética.
—No sabría responderte.
—¿No eres capaz de identificar a tu mejor amiga?
—¿Nina?
—Ha regresado a Madrid.
—Eso es maravilloso.
No me giré ante la noticia, intenté continuar con mis labores, no dejarme traicionar por la indiferencia de mi expresión al ser conocedora de su vuelta ni por el nerviosismo de mi ser al escuchar su nombre; si algo había aprendido es que, cada día, era más incapaz de ocultar mi actitud adolescente cuando estaba presente.
—Creí que te alegrarías más.
—No me malinterpretes, pero han pasado muchos años y probablemente hayamos vivido experiencias diferentes; es muy complicado resurgir una amistad que lleva perdida diecisiete años.
—No menosprecies tanto vuestra amistad, ha preguntado por ti.
—¿Por mí? —atiné a preguntar, procurando modular el temblor de mi tono.
—Quería saber sobre tu estado y sabía que aquel era el único lugar donde podría obtener alguna información, por eso he creído conveniente invitarla a cenar.
—¿A cenar?
Alcé la voz y me giré de forma abrupta. Pude ver el asombro en su rostro.
—Esta noche.
—¿Esta noche?
—Disculpa, pensé que te haría ilusión.
—Me hubiese gustado saberlo con anterioridad, no creo tener suficiente comida.
Tuve que buscar una excusa creíble, no podía justificar mi desacuerdo si no me sinceraba con él.
—Estoy seguro de que tus habilidades en la cocina son lo que menos le interesa a Nina después de tanto tiempo.
Aquellas palabras se quedaron conmigo toda la tarde, su forma de pronunciarlas en ese tono decepcionante me hizo cuestionar si Martín sospechaba de nosotras, si alguna vez lo supo y aquel era el motivo de una actitud tan permisiva. Descarté la idea varias veces durante la tarde, tachándola de descabellada; ningún hombre que no fuese homosexual, cuando nos conocimos, sería capaz de tolerar una cosa así. Martín era un hombre con un amor puro, demasiado ingenuo, que solo se había vuelto más cálido con el paso del tiempo; él trabajaba como refugio, no como cárcel,
Mi puerta marcó las ocho de la tarde cuando escuché a Martín recibir a Nina. Podía diferenciar el sonido de su calzado en cualquier momento, sobre cualquier superficie; ya fuesen mocasines o botas, incluso algo de tacón, desenvolvía sus pasos de una forma que no tenía nombre.
Me sequé las manos en el delantal, me atusé el pelo con prisa y descuidadamente, y salí de la cocina.
—Hola, Nina.
—Hola, Valeria.
—La cena estará lista en unos minutos.
—En ese caso, te presentaré a Olivia. —dijo Martín, dirigiendo la mirada a Nina.
—Con cuidado, está dormida. —apunté, antes de volver a la cocina.
Martín fue el primero en cruzar la puerta de Olivia. Nina se detuvo a mirarme, un momento completamente fugaz y minúsculo que pareció interminable y al que contribuí antes de volver a entrar a la cocina; lancé una mirada recelosa, similar a una pregunta sobre qué hacía en mi pasillo, en mi casa, si no podía permitir un riesgo tan inminente a su opinión. Por un momento creí que me respondería, pero incluso el lenguaje de sus ojos fingía que nada había sucedido.
La velada transcurrió con toda la normalidad que pude ofrecer, invadida por pequeñas ráfagas de furia e impaciencia porque sucediese cualquier imprevisto que hiciese a Martín abandonar la mesa unos minutos; debía mantener una conversación con Nina y no podía esperar, había logrado abandonar mi sentimiento de dependencia y convertirlo en algo mejor que prometer. Ella no podía arriesgar su integridad y yo no podía precipitar mi juicio.
—¿Cómo te ha tratado Sevilla? —preguntó Martín al percatarse de que no habíamos intercambiado más palabras que halagos sobre la comida.
—Ha sido un viaje muy enriquecedor, me ha brindado la oportunidad de poder estudiar.
—¿Has conseguido ir a la universidad?
—Para ser profesora. Es la razón por la que he regresado a Madrid; me han concedido una plaza en un colegio cercano a mi residencia.
—¡Eso es magnífico! Incluso me hace alegrarme porque aquella cita con mi amigo no resultase en una relación; no quiero pensar que hubieses renunciado a una ocasión así por un hombre como él.
Su mirada cambió de la indiferencia al temor, un miedo distinto al de sobreprotección por mí y por no ser descubiertas en sociedad; era traumático, el único real que he podido ver en ella.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó con una sonrisa descompuesta.
—Se prometió con una mujer excepcional, la verdadera bondad del mundo, pero la maltrata de formas horribles. Hemos hablado muchas veces sobre lo inmoral y sucio que eso resulta, pero cada vez era más frustrante conversar con él, no atendía a razones y se volvía más agresivo. Dejé de mantener contacto, espero que hayas encontrado a alguien en Sevilla que haya podido quererte mejor.
—He conocido a muchas personas allí, pero ningún interés romántico; el amor no llama a mi puerta frecuentemente, y si lo hace, nunca es el momento adecuado.
Estaba bebiendo del vaso cuando escuché aquella declaración, comencé a toser tras atragantarme. El amor había llamado a su puerta, pero ella nunca quería abrir.
—¿Estás bien, Valeria? —preguntó Martín.
— Sí, disculpadme. Voy a recoger la mesa.
Tras ordenar la mesa y fregar todos los platos, Martín abrió el tocadiscos que tenía sobre el mueble del salón; había intentado convencerle de empezar a escuchar música en cintas, ya que ocupaban menos espacio, pero parecía imposible que guardase los vinilos. Fueron las primeras cosas que consiguió comprarse con los ahorros de su primer sueldo.
Antes de que pudiésemos comenzar a bailar, Olivia despertó llorando.
—Iré yo. —dije, levantándome de la silla.
—No es necesario, quédate con Nina.
—¿Y si quiere comer?
—Te avisaré.
Cuando pude asegurar que Martín había desaparecido por el pasillo, me acerqué a la silla de Nina y tendí mi mano.
—¿Quieres bailar?
Aceptó mi propuesta avergonzada, pero aquella actitud inofensiva duró tanto como los segundos en los que tardó en posar su mano en mi cintura y presionar, como solía hacerlo: con una firmeza que me hacía sentir el peso de cada dedo sobre mi piel, disfrazada, quizá, como distracción para evitar contestar a los motivos que la habían traído hasta allí. Puse mis brazos alrededor de su cuello y comenzamos a balancearnos suavemente de un lado a otro.
—A veces, creo que sufro las consecuencias de todo lo que le estoy haciendo a Martín.
—¿Qué quieres decir?
—Me tratas de la misma forma en la que trato a Martín.
—Eso no es cierto.
Nina supo a lo que me refería: ella era Valeria y yo era Martín, buscando algo más que cortesía, anhelando más amor que la miel que dejaba en los labios, ofreciendo falsas esperanzas de que, algún día, su amor sería correspondido.
—¿Qué haces aquí, Nina?
—No quería que el recuerdo de nuestro reencuentro fuese tan amargo, me gustaría que continuásemos siendo amigas.
—Sabes que no puedo ser tu amiga.
—Y tú sabes que no quiero ser un obstáculo.
—Ya no sé qué es lo que quieres.
Quitó la mano de mi cintura unos instantes para retirarme uno de los mechones que habían caído en mi frente. Mantuvimos la mirada por unos minutos y me pareció ver sus intenciones controladas de responder que me quería a mí.
—Yo tampoco. —dijo, volviendo a bajar la mano a mi cintura.
—No puedes pretender que tome tu palabra y crea que has engañado a Martín con el propósito de recuperar nuestra amistad, dejaste tus motivos claros; solo consigues contradecirte y confundirme. Ya no somos jóvenes, Nina, no hay espacio para los enigmas. Necesito una respuesta.
Pude observar a sus ojos moverse, analizando cada aspecto de mi rostro, la edad marcada en mi cuello, la mujer en la que me había convertido, buscando en mí una respuesta que pareció no encontrar.
—Estos últimos días, —proseguí —han supuesto el comienzo de una nueva era, un lugar donde tú habías vuelto a desaparecer por las razones habituales y en el que yo había encontrado un consuelo porque significaba que nada habría cambiado incluso si hubiésemos permanecidos juntas.
›› Sería capaz de abandonarlo todo por ti, llevarme a Olivia conmigo, cambiarme de nombre, vestirme de hombre, y si eso es demasiado, soy capaz de encontrar un equilibrio, pero necesito un sentimiento sincero para saber si debo seguir viviendo en este nuevo espacio. Esperaré una nota en el buzón mañana, sin importar lo que contenga.
Detuvo el vaivén de nuestros pasos para poner sus manos en mis mejillas y besarme; no podía engañarme, todo me arrastraba como una corriente brava, hasta el día en que nos conocimos, hacia todos los lugares donde me enamoré de ella.
—Buenas noches, Valeria.
Fue como una fotografía estropeada, donde el tiempo se detiene y parece caminar a través de fugas de luz del color del sol, tan pausadamente que podría haber impedido su camino hacia la puerta. Me había quedado sola y pensé que aquello era una metáfora de lo que podría ocurrir si escribía esa carta; aquel beso sabía a despedida.