21 de mayo de 1961.
La noche se convirtió en madrugada antes de lo previsto, la madriguera de mis costillas se hizo más grande conforme las horas transcurrían; sentí un conejo corretear por el filo de mis huesos, la primavera del exterior explotar en todas las pequeñas cosas que hacían este lugar soportable, y cada una de ellas llevaban su nombre.
Recordé la primera vez que trasnoché, ni siquiera en los días festivos de mi infancia podía comparar el intermitente vaivén de mis latidos con aquel salto a lo desconocido que mi corazón estaba haciendo: la emoción de celebrar el amanecer aquella mañana de 1944, en aquel callejón colindante con mi librería favorita, como una escapada que parecía insubordinada y todas las miradas dirigiéndose a los balcones; allí supe que no debía temer a las calles vacías porque eran nuestros mayores aliados.
Era un pedazo de metal, atraído por la fuerza imparable de su magnetismo, tan pegada a su cuerpo que no podían fundirme con agua hirviendo, una niña descubriendo el mundo cada vez que veía un insecto escalar los tallos de las plantas, la caída de la lluvia en mitad de la acera; todo lo cotidiano era digno de reconsiderarse, como el sol agarrado a la piel, un baile en mitad del salón, la contemplación de un anillo si era ella quién lo admiraba.
Moví mis piernas bajo las sábanas, parecían brillar como constelaciones hechas de satén; fue un intento torpe de recrear los pasos que aprendió en un lugar con una cultura que se me estaba escapando, un momento que sucedió en mi imaginación cuando Martín abandonó la estancia aquella noche: fueron dos movimientos de las manecillas de reloj, pero ojalá hubiésemos bebido una copa de vino, ojalá la risa las hubiese vertido en su blusa y mi vestido. Ojalá hubiésemos estado a solas.
Me hubiese dibujado como una amalgama de sentimientos si hubiese podido, como dos ríos con cauces cruzados entre el terror de las últimas oportunidades, la felicidad del reencuentro, la traición con letras rojas que escribía en el pecho de Martín cada día, la incertidumbre en la que Nina me tenía suspendida; a riesgo de perderla de nuevo debía separarme del impulso y la ansiedad de dejarlo todo al golpe de su voz: había sobrevivido a la tristeza, a la muerte, al silencio más caprichoso de mi interior, tenía una hija que anteponer ante cualquier excusa que Nina propusiese; dejé de ser joven cuando me levanté una mañana y las ojeras no se iban, cuando salí de casa de mis padres y olvidé que tenía una familia, cuando ella tomó una decisión de dos.
Aquella mañana se deslizó entre las anteriores con naturalidad: salí de la cama una hora antes que Martín para servir el desayuno en la mesa, para atender a Olivia y encerrarme en el baño con la esperanza de ser el resultado de una invención, la fotografía de un catálogo, tan fina y transparente como el papel que no fuese necesario para esconder toda la tinta en la otra cara, todo el peso de color negro que se transformaba en nerviosismo aquel día.
Martín se marchó con un beso en la mejilla y las únicas buenas intenciones que podía desearle de tener una buena jornada, me senté en la cocina, en la mezcla de amarillos y azules de una mañana temprana mientras esperaba una cortesía de treinta minutos para evitar encontrarme con él o permitir a Nina dejar su nota en el buzón.
Con Olivia en el carro, caminé hasta mi antigua calle. Todo parecía distinto y, al mismo tiempo, tuve la impresión de que permanecía igual, como una clase de perturbación de la realidad: los edificios se habían quedado en los años cuarenta, los vestidos de las mujeres y los escaparates habían dado el primer paso a un color más vivo, casi futurista, pero los trajes de los hombres seguían en el mismo lugar que las aceras de piedra gastada.
Pasé por la tienda donde había comenzado todo tiempo atrás y continuaba siendo el comercio de carácter familiar que recordaba. Entré y me entretuve con las camisas de hombre, recordando el arte de Nina cuando se habla de engaño y seducción; burlaba todos los protocolos hasta el límite de la legalidad, embaucaba a la situación y la hacía sumisa, como una mente maestra que manipula las ocasiones y nunca pierde. A pesar de todas sus estrategias por definir su individualidad, no conseguía reconocer la mía, siempre habrá algo en ella que le convierta en una gran contradicción.
Tuve el impulso de correr la cortina del probador para averiguar si estábamos nosotras, si aquello se había convertido en una caja donde no pasaba el tiempo y podía advertir de un futuro que allí dentro no parecía posible sin ella; alentaría cualquier intención, sin dejar que articulasen palabra, con tal de que escapasen de Madrid en aquel momento.
Me dirigí a la salida, miré una última vez hacia los probadores buscando alguna señal, el pendiente enganchado en la blusa rodar por el suelo, pero no sucedió nada. Salí, encaminándome de nuevo hacia mi portal y cuando llegué, alcé la vista hacia mi antigua casa, esperando ver a Soledad tender la ropa; no pensé en mis padres, en si mi madre estaría tomando café con alguna amiga que conoció en la Sección Femenina cuando era voluntaria, en si mi padre continuaba visitando las galerías porque no puede despedirse del único proyecto de vida que ha deseado.
Mi padre y yo nos parecemos en eso: él quería dedicar su vida al trabajo, yo quería dedicar mi vida a Nina, y ambos nos vimos arrastrados por la corriente del deber. Ninguno era capaz de dejar ir lo único que ha dado sentido a la vida.
Pasé los dedos por debajo del buzón y pequeñas virutas de pintura seca quedaron pegadas a mi mano como símbolo de la oxidación y el deterioro del tiempo, ya nadie se preocupaba por él, se había convertido en una referencia íntima.
Cogí el sobre que llevaba mi nombre y busqué un banco alejado del portal donde poder leer sin que las piernas me fallasen. Allí estaba la respuesta a la pregunta que me formulé estos años: a pesar de todo, ¿aún seguiría queriéndome?: