—¿Una floristería?
—Mi abuela tenía una fijación con el olor de Nina, solo que no era un perfume, eran flores de azahar; según unas cartas que transcribió en el diario y que intercambió con ella, le mencionó una floristería cercana al piso de su tío a la que llevaba acudiendo desde que vino a Madrid. Esta es la única que ha permanecido abierta durante tanto tiempo.
—¿Y si no ha vuelto por aquí en años o ha fallecido? Puede que ni los dueños originales posean el local, quizá lo vendieron.
—¿Se te ocurre otro lugar dónde preguntar? El colegio no nos dará información de ella.
—Y aquí tampoco si resulta ser una clienta.
—Siempre puedo dejar una nota con mis datos.
—¿Para que se ponga en contacto contigo?
—Exacto.
—¿No te parece algo improbable? Si yo fuese ella y me hubiese tomado tantas molestias en ocultar mi relación, no querría involucrarme con la familia de mi amante, por muchos años que hayan pasado.
—Es la mejor opción que tengo ahora mismo.
—Y, ¿cuándo tendrías pensado ir?
—¿Qué tal ahora?
—En ese caso, deberías llamar a tu madre antes.
—Mierda, me había olvidado, ¿me dejas tu móvil? El mío sigue muerto.
—No hace falta que lo marques, lo sigo teniendo guardado.
—¿Todavía? —pregunté buscando el teléfono en la agenda.
—¡Da gracias! Si no fuese por eso, tu madre habría puesto una denuncia por desaparición.
—No exageres.
—Has estado incomunicada dos días, tiene motivos de sobra para preocuparse.
Presioné el número y comenzó a sonar. Respondió al segundo toque.
—Hola, mamá… Sí, estoy bien… Lo sé, lo siento mucho; comencé a trabajar en un nuevo proyecto y me olvidé de cargar el teléfono… Te lo prometo, de verdad… Está bien, adiós.
—Sí, parecía muy tranquila. —dijo Julia muy sarcásticamente.
—¿Vamos?
Cogí una foto antigua en la que se pudiese ver la cara de Nina con claridad y abrí la puerta. Dejé que Julia pasase primero y llamase al ascensor.
—¿No vas a contárselo a tu madre?
—¿El qué?
—Lo de Valeria.
—Probablemente no.
—¿Por qué?
—Han hecho un esfuerzo inmenso por ocultar su relación y no interrumpir la vida de los demás, no me veo en el derecho de desacreditarles esa lucha; si Valeria hubiese querido compartirlo, lo hubiese dicho en estos años o en la nota que me dejó. Yo no soy quién para exponerla de ese modo y tampoco cambiaría nada de su situación, todos los momentos que quería compartir con Nina en público seguirían siendo un secreto.
—Un secreto que ya saben tres personas.
—Es diferente, confío en ti; sé que no le dirás nada a mi madre.
—¿Confías en mí?
—¿Tú no confías en mí?
—Por supuesto, pero creí que íbamos a tardar en llegar a ese punto.
—Que hayamos roto no significa que olvide la clase de personas que eres. Además, acordamos intentar volver a ser amigas.
Caminamos por las calles en silencio. De vez en cuando, Julia rompía mi tren de pensamiento con un comentario vacío sobre lo blanco que estaba el sol y como le parecía vivir en un invernadero de plástico a causa del cambio climático, con quejas relacionadas a las calles empinadas y sin sombras ni bancos donde descansar o con alguna observación sobre las infraestructuras que cambian de estilo y las aceras que parecen hechas de Historia una vez te adentras en el casco antiguo de la ciudad.
Lo cierto es que prestaba la mitad de las atenciones a su batería de argumentos y al debate donde solo ella formulaba y respondía, caía en desvaríos y se alejaba del punto principal de la conversación para enredarse en temas que cada vez tenían menos relación con lo que intentaba decir, y lo mejor de aquello era que no importaba el tiempo o la longitud de las frases: lo defendía con un entusiasmo que iluminaba cualquier lugar. Era una de las cualidades más adorables que poseía.
Estuve imaginándome en la entrada de aquella floristería en distintas situaciones: con Nina dentro, comprando un ramillete de azahar, con Nina apoyada en el marco de la puerta a la espera de mi llegada, como si pudiese descifrar desde la lejanía que estaba buscándola, como un ser mitológico o una semidiosa que se oculta entre nosotros y percibe cuando está en peligro, con una bienvenida como si fuese la dueña de la floristería o un derrumbe por tener algún rasgo que le recordase a Valeria; la realidad fue muy distinta, pues al llegar no había nadie en la entrada y la floristería estaba vacía pese a mi decepción de haber creado una solución para cada escenario que ahora se quedaría obsoleta.
Nunca había entendido la fascinación de algunas personas con las flores, los jardines o las floristerías como si fuesen portales a otras dimensiones o herramientas para tener una vida mejor, pero al cruzar el umbral de la tienda cobró sentido: había un silencio extraño para encontrarse en mitad del centro de la ciudad, la luz no correspondía con el calor del exterior y todo parecía más vibrante de lo que podía ser, entre verdes y azules, parecía el hogar de las hadas y donde se escribían los libros de fantasía.
Una mujer salió de lo que parecía un cuarto que funcionaba como almacén y se posó en el mostrador.
—¿En qué puedo ayudaros, chicas?
—Estamos buscando a una persona y creemos que es clienta de esta floristería.
—Sabéis que no puedo daros información privada como direcciones o números de piso, ¿verdad?
—Claro, solo queremos saber si estamos siguiendo las pistas adecuadas; esta mujer era amiga de mi abuela y como ha fallecido recientemente, quería darle un par de cosas.
—Lo siento mucho, quizá pueda guiaros un poco. ¿De quién se trata?
Saqué la foto del tote bag y se la mostré.
—Se llama Ainhoa. Según el diario de mi abuela, solía comprar ramos de flor de azahar en una floristería cercana a su piso y esta es la única que lleva abierta desde antes de su traslado. También se le conoce por el nombre de Nina.
La mujer observó la fotografía con determinación, intentando comprobar algún rasgo que pudiese relacionar con el rostro de Nina en la actualidad; me pregunté si ella también buscó las motas marrones de los ojos. Su expresión no era de esfuerzo, sino de fascinación.
—Es increíble, apenas ha cambiado.
—¿La conoce?
—Por supuesto, es, lo que llamamos en mi casa, una “clienta generacional.”
—¿A qué se refiere?
—Mi abuelo la conoció cuando comenzó a visitar la floristería. Era conocida en el barrio como una mujer irreverente: sin marido, sin familia y viviendo por su cuenta, ¡sin mencionar que vestía como un hombre! Luego se jubiló y mi madre comenzó a regentar el local y la mencionó en una reunión porque le parecía interesante que fuese la única persona que comprase azahar. Aquella reputación me parecía absurda.
—¿Tu madre también la conoció?
—Esto es un negocio familiar, todos los que trabajamos aquí la conocemos.
—Incluida usted… Así que sigue viva.
—Y esconde el secreto de la terna juventud, por lo que he podido comprobar; se conserva de maravilla.
—¿Suele venir con frecuencia?
—Una vez al mes. Suele encargar un ramo y varios ramilletes sueltos para desflorar; creo que los usa para perfumar la ropa.
—¿Cree que podría dejarle una nota con mis datos para que contactase conmigo?
La mujer se giró y revisó el calendario que tenía colgado al lado de la puerta del almacén. Parecía buscar una fecha.
—No hay problema, además, estáis de suerte: tiene que pasarse esta semana.
—Eso es estupendo, gracias.
Saqué mi agenda y mi bolígrafo, apunté mis datos y arranqué el trozo de papel para dárselo a la mujer.
—Suerte.
—Cruzo los dedos.
Julia me propuso quedarse en mi estudio para ayudarme a ordenar todo el desastre de los días anteriores y se lo agradecí: intentaba disimular, pero era incapaz de controlar el temblor de mis piernas como si sufriesen el invierno más cruel, una descarga de adrenalina que me convertía en un cervatillo sin equilibrio; sabía que no podía leer más páginas hasta que no obtuviese una respuesta y pensé en la posibilidad de que no llamase jamás. Sería una oportunidad perdida de conocerla como una figura histórica, con la misma frustración que esa sensación del maltrato del tiempo te provoca cuando te imaginas todas las cosas que no estás haciendo y todas las que no vas a hacer, el miedo a perder el momento.
Habían pasado tres horas desde que visitamos la floristería y estábamos terminando de adecentar el piso. Mi móvil comenzó a sonar.
—¿Quién es? —preguntó Julia.
—No lo sé, no conozco el número.
—¿Y si es Nina?
Lo descolgué y quedé pendiente del silencio al otro lado de la línea, como si la voz a través de ella fuese la responsable de todos los latidos de mi corazón que vendrían después; mi vida dependía de esa voz.
—¿Sí?
—Buenas tardes, ¿eres Álex?
—Sí, soy yo.
—Tengo entendido que me estás buscando. Soy Nina.