Todo lo que nunca te dije

23

25 de febrero de 1985.

No he descansado desde su funeral, buscando una nota oculta en los cajones, un cuaderno entre la vajilla, cualquier trozo de papel escondido en los zapatos que no fuese una despedida tan peculiar; su último aliento me pesa como unos grilletes en los tobillos, una sentencia sin rejas por permitir que gastase sus últimas palabras en destapar mis mentiras.
He jugado con mi alianza desde entonces, la he bañado en vino, frotado con limón y envuelto en cera caliente con la esperanza de descubrir un mensaje tallado en el oro, las iniciales de Nina, un símbolo que yo no comprenda y que, de algún modo, Martín interpretó como una revelación de que mi amor no era verdadero; volviendo sobre mis pasos no logro encontrar el momento en el que averiguó que estaba enamorada de ella.
Pensé en si realmente atendió a Olivia la noche que lloró mientras Nina cenaba en nuestro salón, si nos escuchó hablar y nos vio bailar, si mi profunda tristeza se ha convertido en un foco que señale todas las cualidades que posee y que nunca me harían feliz; creí que era una impostora decente, sin alcanzar los límites de la actuación, pero lo suficientemente creíble para ocultar todas las ocasiones que pensaba en ella cuando estaba en presencia de él. Al final, solo soy la mente maestra tras los hilos de una marioneta, controlando mis impulsos, manipulando la realidad sin importar los daños colaterales.
He intentado verle de la forma en la que Nina se aparecía: mediante sueños, en los rincones de los espejos, en los reflejos del agua, con cualquier chaqueta a la que ajustase las solapas, pero nunca vuelve y me hace sentir miserable porque es la demostración definitiva de que nunca me importó; fue un buen amigo, fue un buen padre, fue un hombre increíblemente irreal conmigo, pero su falta no me causa el dolor que deseaba tener para no aceptar que era una aberración, que aquello sería mi liberación más egoísta. No tengo derecho a odiarme tanto por no valorar su vida cuando ya no la tiene porque, en la superficie de todo mi ser, encontraba una paz muy contradictoria que me provocaba el asco más absoluto y la alegría más abrumadora a la vez.
Martín fue un accidente de mis miedos y no existe momento que no haya querido olvidar para intentarlo de nuevo, esta vez con predisposición y sin dejarme vencer, para ser la mejor versión que pudiese ofrecerle o, en su defecto, la más valiente para abandonarle; intento convencerme de que me hizo sonreír muchas veces, de que tuve una vida fácil gracias a él y murió feliz por solo haber intentado hacerme feliz a mí, pero solo son excusas para dejar mi cena en la mesa y correr a los brazos de Nina sin sentir los remordimientos de no sufrir ningún luto. En realidad, la única razón por la que agradezco que haya fallecido es porque no puede ver en lo que me he convertido.
Me levanté de la mesa y cogí mi abrigo, guardé el anillo en un bolsillo y recogí las llaves. Decidí entregarme a esa culpabilidad, pues también resultaba un placer: la repulsión hacia mis actos, la vulnerabilidad, siempre estarían presentes y no quería que ocurriese lo mismo con Nina; no quería luchar más, no quería esconderme, solo quería dejarme morir donde ella estuviese y saber que todos los sacrificios, las vidas que me llevé, las que traje sin ninguna esperanza, habían merecido la pena.
Me dirigí a su portal: los comercios se habían traspasado o vendido, las familias no eran las que solía saludar por las mañanas ni las luces eran tan amarillas y llenas de hierro como la de las antiguas farolas, pero la calzada hacía el mismo ruido contra mis zapatos que en los años cuarenta y aquellos edificios permanecían intactos en el tiempo; había caminado hasta su piso todos estos años, pero siempre parecía algo nuevo, siempre volvía a ser joven.
Marqué su piso en el telefonillo.
—¿Diga?
—Nina, soy yo.
—¿Valeria? ¿Qué haces aquí? Son casi las diez de la noche.
—Necesito hablar contigo.
Escuché el timbre que desbloqueaba la puerta y subí las escaleras. Se encontraba en el rellano de su pasillo, apoyada en el marco de la puerta, con una bata atada en la cintura y un camisón del que solo podía ver un tramo de seda por encima de las rodillas; a diferencia de mí, Nina nunca permanecía vestida con la ropa diaria en su casa, le gustaba la comodidad, le gustaban los pijamas y las zapatillas que te retenían de volver a pisar suelo firme. Yo aún no había podido desquitarme de esa costumbre.
—¿Sucede algo?
—¿Podemos entrar y sentarnos en algún lugar?
—Por supuesto, adelante.
Crucé y me quité el abrigo. Lo enrollé entre mis brazos y me dirigí al sofá mientras Nina cerraba la puerta.
—¿Debería preocuparme? —preguntó mientras se sentaba frente a mí.
—No es nada grave, es sobre Martín. Hay algo que no te he contado.
—De acuerdo.
Cogí aire y lo mantuve un momento: quería quedarme allí, en ese instante previo a lo que podía ser el fin de nosotras, suponía todo y nada y necesitaba volver a escribir todos sus rasgos en mi cabeza para que traspasasen cualquier temporal y no los olvidase en caso de quedarme sola. Lo solté y saqué el anillo.
—Martín lo sabía.
—¿Qué quieres decir?
— Antes de morir, me quitó la alianza y me la entregó con la esperanza de que pudiese dártela algún día y prometerte lo que él me prometió.
—Valeria…
—Cásate conmigo.
—Valeria, no podemos.
—Nunca hemos necesitado ningún permiso que abale nuestros sentimientos.
—No me refiero a eso, me refiero a Martín; ha fallecido hace una semana, aún estás de luto y quizá no estés pensando con claridad.
—Este fue su último deseo.
—No se trata de eso.
—¿De qué se trata? Nunca le quise, si ese es el problema.
—No es por amor, Valeria, es por respeto, por esos veinticuatro años de matrimonio y por Olivia. No puedes pasar la página y pretender que nada de eso ha existido.
—¿Por qué no? He sido obediente toda mi vida: escuchando a mis padres, atendiendo a Martín, dedicándome a Olivia, persiguiéndote a ti; he actuado como una hija ejemplar, una esposa correcta y una madre excepcional, como una amante que ha perdido la cabeza para llegar a vivir el día en el que, por fin, puedo hace algo por mí sin tener que rendir cuentas a nadie.
›› Olivia ya no vive conmigo, mis padres hace mucho que se fueron y Martín se ha asegurado de que no me arrepienta de presentarme en tu puerta y arrodillarme si fuese necesario. Lo he hecho todo, incluso cuando no quería, sabiendo que dejaría cicatriz, mi vida por el camino, solo porque era un deber, ¿y soy yo ahora quién tiene que calibrar su compás moral? Sí, Nina, creo que soy un monstruo por no poder celebrar la vida de mi marido, por no haberle entregado todo lo que quiero regalarte, porque sé que todo lo que ha hecho por mí ha sido en vano…
Tuve que detenerme al darme cuenta del eco de aquella última frase, había estado alzando la voz cada vez que pronunciaba una palabra nueva y notaba como mi garganta empezaba a resentirse; estaba quedando en completa afonía y no podía retener el temblor de mi labio inferior.
—Quiero a Martin y siempre lo defenderé ante cualquier acusación, fue mi mejor amigo, pero estoy cansada de esperar; siempre buscamos el momento correcto y no existe, es el que nosotras escogemos. No quiero perder más tiempo esperando a que las cosas mejoren porque ya no nos queda demasiado, ya hemos logrado todo lo que nos hace importantes excepto felices; el mundo está cambiando y quiero verlo cambiar contigo.
La última vez que vi a Nina llorar así fue en aquel mismo piso, en aquella misma entrada, agarrada a mi cintura y con la pose de una estatua tallada en el suelo: sus llantos no eran excéntricos, apenas eran una lágrima, pero resultaba suficiente para saber que estaba aterrada. Temí que sucediese lo mismo que ese día.
—¿No quieres casarte conmigo?
—Quiero casarme contigo, más que nada, pero no quería que fuese tu forma de lidiar con su muerte, no después de saber cómo te sentías todos esos años que estuve en Sevilla.
—No puedo estar de luto por algo que nunca tuve.
Nina me mostró su mano derecha: allí estaba el anillo que le envié las primeras veces que nos escribimos las cartas.
—No me lo he quitado desde que lo recibí.
Se desprendió del anillo y cogió mi mano derecha.
—Yo, Nina, me entrego a ti y prometo amarte todos los días de mi vida.
Volví a la terraza de aquella cafetería cuando introdujo el anillo en mi dedo, a la primera vez que supe que haría lo que fuese para volver a ese momento de euforia, al insomnio lleno de emoción, al éxtasis de corresponderle a alguien; cuando lo miré pude escuchar una voz dándome las gracias, podría haber sido yo muchos años atrás.
—Yo, Valeria, me entrego a ti y prometo amarte todos los días de mi vida.
Observé la alianza una última vez: siempre creí que sería la llave que aprisionaba el amor que merecía recibir y del que nunca me sentí digna, atado a mí como el accesorio más codiciado; ya no era una prisión, sino una extensión de mí que rezumaría vida hasta el fin de los días.
Cogí su mano y puse mi anillo. Juré que brillamos tanto que podríamos haber escrito páginas llenas de folklore sobre la noche en la que cegamos Madrid.
Aquel era, por fin, el comienzo del resto de nuestras vidas.



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En el texto hay: lesbian, amor lgbt, lgbt+

Editado: 19.10.2024

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