Los primeros días después de la llegada de Sophia transcurrieron en un torbellino de cambios inesperados, cambios para los que ni Jackson ni ella estaban preparados. Para Jackson, aquello se convirtió en una prueba de paciencia que jamás habría imaginado dentro de su propio hogar. Sus mañanas dejaron de ser silenciosas y su rutina nocturna, predecible. Aunque intentaba mantenerse alejado de ella, evitar su presencia resultaba imposible. Cada vez que salía de su despacho o de su habitación, ahí estaba Sophia: ya fuera tarareando despreocupadamente mientras exploraba la casa o llenando el espacio con su inagotable energía.
Para Sophia, en cambio, aquello se sentía como descubrir un nuevo parque de juegos. La casa, con su diseño elegante y su decoración meticulosamente seleccionada, la fascinaba. Todo tenía un lugar asignado, cada objeto estaba dispuesto con una precisión que jamás había visto. Para ella, ese nivel de orden rozaba lo estéril, demasiado rígido. Le costaba resistirse a la tentación de insuflarle un poco de vida a aquel lugar, de hacerlo menos parecido a un museo y más a un verdadero hogar.
Al tercer día, su paciencia llegó al límite.
Frente a la imponente estantería de la sala, deslizó los dedos por el lomo de los libros perfectamente alineados. Todos estaban organizados por temática y tamaño, con los títulos mirando hacia afuera en filas impecables. Para Sophia, aquello era, por decirlo suavemente, aburrido.
Inclinó la cabeza, mordiéndose el labio en un gesto pensativo, y tomó una decisión.
En cuestión de minutos, los libros estaban reorganizados por colores. Desde su perspectiva, el resultado era mucho más atractivo. Apiló horizontalmente algunos de los volúmenes más grandes, convencida de que añadía un toque de estética a la composición. Retrocedió un paso, observó su creación con satisfacción y sonrió.
— Ahora sí se ve mucho mejor — murmuró para sí misma antes de continuar explorando la casa.
No pasó mucho tiempo antes de que Jackson saliera de su despacho. Su mente aún estaba ocupada con el correo electrónico que acababa de enviar, el punto final de un proyecto que había consumido la mayor parte de su día.
Sus pasos eran apenas audibles sobre el suelo de madera mientras avanzaba por el pasillo y entraba en la sala.
Se detuvo en seco.
Con el ceño fruncido, avanzó lentamente, entrecerrando los ojos mientras examinaba la estantería. Su adorado orden había desaparecido. Sus dedos se crisparon levemente, como si su instinto natural lo impulsara a restaurar de inmediato la armonía. ¿Cómo era posible que su estantería, siempre perfecta, se hubiera transformado en aquel caos?
Desvió la mirada hacia Sophia, quien estaba de pie junto a la ventana, completamente ajena a la tormenta silenciosa que se gestaba tras ella.
— Sophia — su voz sonó áspera, aunque contenida.
Se giró hacia él con su característica sonrisa iluminando su rostro.
— ¡Oh, Jackson! ¿Ha pasado algo?
Él asintió en dirección a la estantería.
— ¿Por qué moviste los libros?
Sophia siguió la dirección de su gesto y miró la estantería por un breve instante, como si la viera por primera vez.
— ¿Ah… eso? — respondió con despreocupación—. Pensé que le vendría bien un poco de… personalidad, ¿sabes? Organizar por colores le da más vida. Se ve mejor, ¿no crees?
Jackson le lanzó una mirada severa y avanzó un paso, sin cambiar la expresión en su rostro.
— No. No se ve mejor.
La sonrisa de Sophia se desvaneció por un instante, pero se recuperó con rapidez. Se encogió de hombros, como si ignorara deliberadamente su descontento.
— Vamos, no es gran cosa. Todo aquí es tan… impersonal. Solo quería hacerlo un poco más acogedor.
La paciencia de Jackson, ya al límite en los últimos días, comenzaba a desvanecerse por completo. Inhaló profundamente, esforzándose por mantener la compostura.
— Prefiero que las cosas se mantengan en su sitio, Sophia. No necesito que las reorganices.
Su voz tenía un tono frío y distante que ella no pasó por alto, pero tampoco parecía dispuesta a retroceder. Cruzó los brazos y se apoyó despreocupadamente contra la pared, sosteniéndole la mirada con una confianza imperturbable y un matiz desafiante.
— Jackson, estás exagerando. Son solo libros. Solo intentaba ayudar.
— ¿Ayudar? — repitió él con voz peligrosamente baja—. ¿Metiéndote con cosas que no te pertenecen? ¿Cambiándolo todo a tu antojo sin decir una palabra?
Sophia frunció ligeramente el ceño, claramente poco impresionada por su creciente irritación.
— No es para tanto.
— Para mí sí lo es — replicó Jackson con firmeza—. Esta es mi casa, y las reglas existen por una razón.
Su expresión cambió ligeramente y el brillo juguetón en sus ojos se apagó cuando comprendió lo mucho que esto significaba para él.
— Está bien, está bien. Lo entiendo. Se trata de orden y control, ¿cierto? Si esto te molesta tanto, lo volveré a dejar como estaba.
Jackson la observó en silencio, con la mandíbula apretada, tratando de decidir si valía la pena seguir discutiendo. Quería decirle que el problema no eran solo los libros, sino todo lo que ella representaba: caos, imprevisibilidad, la ruptura del orden que él había construido con tanto esfuerzo. Pero no lo hizo.
En cambio, su mirada bajó sin querer, fijándose por primera vez en su ropa. Llevaba un top corto y suelto que dejaba ver una estrecha franja de su abdomen, y unos shorts que parecían más apropiados para la playa que para estar en casa.
— Y… sobre tu ropa — empezó, su tono sonaba tan firme como siempre, pero con un matiz aún más frío—. ¿No crees que es un poco… demasiado reveladora?
Sophia arqueó las cejas con sorpresa.
— ¿Mi ropa? ¿Y qué tiene de malo?
Jackson cruzó los brazos sobre el pecho, su mirada endureciéndose al encontrarse con la de ella.
— Esto no es la playa, Sophia. Es mi casa. Y, para ser sincero, agradecería que te vistieras de manera más apropiada.