Vaya.
Visto de esta manera todo es diferente ahora.
Simplemente creí que no le caía bien, mucha gente no le caía bien a Mads; después de todo no puedes agradar a todo el mundo, ni todo el mundo va a agradarte.
No es extraño que personas que inicialmente se desagraden de forma mutua terminen como buenos amigos, una vez que se conocen mejor. Y es menos extraño aún que la amistad termine convirtiéndose en amor.
Supuse que eso es lo que nos había sucedido a Mads y a mí; que fuimos desconocidos que se volvieron enemigos, que más tarde se volvieron amigos, y luego se enamoraron el uno del otro. Nunca había pensado en la posibilidad de que ella me amara desde el principio.
De hecho, la historia de cómo llegamos a ser amigos quedará por siempre grabada en mi mente. Estoy seguro de que Mads ha debido escribir sobre eso en su diario; tiene que haber sido tan importante para ella como lo fue para mí.
Las escenas de ese día permanecen estáticas en mi memoria, pero las fechas se me escapan.
Pasaré las páginas, leeré aquí y allá, intentando encontrar ese momento específico.
El viaje hacia la escuela es largo; o al menos eso me parece a mí mientras recorro con pasos cortos y rápidos las bien pavimentadas calles y avenidas.
El verano se acerca, y los caminos se han llenado de vilanos arrojados por los altos árboles, y de insectos sedientos del dulce néctar de las frescas flores. Los pájaros esparcen por el aire sus cristalinas notas, y ni una nube ha osado inmiscuir su presencia ante la vibrante luz del sol. Nadie puede negar que es un día muy hermoso, y que el verano que se avecina promete ser uno de los más agradables en años.
El invierno es una estación dura para mí, por lo que tengo buenas razones para alegrarme de la inminente llegada de los meses cálidos.
Mis pasos me conducen cada vez más cerca de la avenida principal que lleva a la escuela, los patines atados y colgados alrededor de mi cuello, como siempre que no están en mis pies.
Poco a poco me acerco al edificio en el que pasaré las siguientes cinco horas de mi día. He llegado temprano, el lugar está desierto. O casi.
Un muchacho se acerca por el pasillo con pasos apresurados; una mochila en su hombro, una pila de libros bajo su brazo, un remolino rebelde ha alborotado su cabello oscuro, lo rosado de su tez denota que lleva prisa.
Lo veo pasar como una exhalación junto a mí, y seguir de largo sin siquiera levantar la vista. La rabia me hace apretar los dientes con sólo mirarlo, por el mero hecho de que él no me devuelva la mirada. Para él no existo, eso es todo.
Me demoro lo suficiente en el pasillo para escuchar un pequeño estruendo a mi espalda. Las prisas han hecho su efecto, y Sean se ha tropezado subiendo las escaleras, libros y mochila desperdigados por doquier.
Me acerco a él y lo miro fijamente. Está intentando recoger sus cosas en el menor tiempo posible, con breves murmullos de impaciencia. Sin dudas ha de agradecer que la escuela esté aún desierta y nadie tenga oportunidad de presenciar su acto de torpeza. Nadie, excepto yo.
Un libro ha caído un tanto más alejado de los demás. Me inclino y lo recojo sin mucho esfuerzo.
Ahora estoy parada justo detrás de él, con el brazo derecho totalmente extendido, el libro fuertemente agarrado con todos los dedos de mi mano; sin atreverme aún a emitir el menor sonido.
Ha de haberse sentido observado porque súbitamente gira su cabeza en un brusco ángulo, y suelta una apagada exclamación al verme parada tan cerca de él. Retrocede unos pasos, los ojos muy abiertos, como si se encontrara en presencia de un animal salvaje y peligroso.
Recuerdo eso. Un segundo estaba juntando mis cosas, y al siguiente una ominosa figura aparecía parada justo detrás de mí, en un pasillo desierto. Me llevé un buen susto ese día.
Lo entiendo. Fui brusca. No fue mi intención.
—Te asusté —murmuro, y mi voz se niega a obedecerme, tornándose ronca y quebradiza. Lo he estado mirando directamente a los ojos al momento de decirlo.
Eso me asustó aún más. Fue la voz más extraña que haya oído nunca, y su penetrante mirada parecía traspasarme como con un cuchillo.
Sin responder, sin levantar la vista, me arrebató el libro de las manos con un fuerte tirón y, habiendo recogido todas sus cosas, huyó de mi presencia.
No puedo llegar a explicar con una pluma el volumen de rabia que sentí en ese momento. Por una vez había intentado ser amable, y él huía espantado. En ese preciso instante no era indiferencia, o desprecio, o siquiera odio lo que sentía por mí; era pavor, pánico lo que mi cercanía le provocaba; y yo no podía vivir con esa idea.
Con algunas zancadas logré alcanzarlo, y le propiné tal empujón que esta vez fue él lo que terminó desparramado en el suelo, además de sus cosas. Un bofetón de mi mano derecha —la misma que él había deliberadamente evitado tocar segundos antes— produjo que volteara la cara de forma tan violenta que juro que su cuello sonó ante el golpe.
Ahora sí levantó la cara para mirarme, sólo luego de golpearlo; sólo así reconoce mi existencia. Lo que vi en sus ojos fue odio, puro y vacío odio.
La marca de cuatro rojos dedos comenzó a formarse en un lado de su rostro. Tomó sus cosas y se marchó. No dijo una palabra, no hacía falta. No tiene sentido intentar razonar con gente violenta, de todas formas nunca entenderán.
Editado: 16.11.2022