Sé que no debería hacerlo, pero no puedo evitarlo. No puedo dejar de verlo.
Lo miro de lejos en los casilleros, lo observo de reojo en clase. Tropiezo con él en los pasillos sólo para tener la oportunidad de mirarlo de cerca. Espero en la esquina del barrio para verlo pasar. Adonde vaya ahí está él, donde mire lo encuentro, si lo busco lo hallo con sólo levantar la mirada. Es increíble que alguien pueda estar tan cerca de mí, y a la misma vez estar tan lejos.
Es extraño, pero también he pensado en eso algunas veces. Más de una vez maldije en voz alta a la cruel casualidad que ponía a la persona que más odiaba continuamente en mi camino. Me perturbaba el hecho de que donde sea que se posara mi vista ahí estaba ella, mirándome fijamente. Deseaba que ella simplemente desapareciera. Es rara la forma en que uno puede cambiar de opinión tan completamente con respecto a una persona.
Ayer papá estaba de peor humor que de costumbre, así que decidí ir a la pista. Hacía tiempo que no iba, porque queda aún más lejos que la escuela; pero es un lugar genial para usar los patines, y es gratis.
Patiné hasta allí, cada vez más rápido, sintiendo cómo las ráfagas de viento me golpeaban el rostro. Pasé todo el día en ese establecimiento; patinando, viendo cómo patinaban los demás, escuchando la buena música que escapaba por los altavoces del lugar, oliendo el fuerte olor a patatas fritas que llenaba el ambiente.
Antes de irme me senté cómodamente en una de las mesas del patio de comidas, y saqué de mi mochila "El llamado de lo salvaje" y las bolsas del almuerzo de ese día. Cené pacíficamente, junté mis cosas y volví patinando.
Al llegar a la esquina me detuve como siempre a la espera de verlo pasar. Estaba en su jardín delantero, jugando con su hermano pequeño.
No fue un mal día después de todo.
Paso un par de páginas y sigo leyendo. Todavía estoy buscando la entrada que hable del día en que Mads y yo comenzamos a hacernos amigos, pero me distraigo leyendo otras cosas en el camino.
Hoy es el día en que voy a la feria de recolección. Hace un par de años conocí a Sonia en la calle; y desde entonces ella me invita a la feria y me presenta a sus compañeros, convenciéndolos de que me regalen algunas cosas.
Ese día ella iba en bicicleta a toda velocidad; una mano sostenía el manubrio, la otra sostenía una gran caja llena de distintas cosas. Un bache en la calle y Sonia salió volando de la bicicleta, con todo y caja. Yo venía caminando desde la escuela y vi toda la secuencia. Me acerqué para ayudarla. Tenía un pequeño corte en la pierna, sangraba un poco pero no era nada de qué preocuparse. Recogí las cosas que se habían desperdigado por la acera y las metí nuevamente en la caja. Ella me agradeció y me comentó que estaba de camino a la feria, para vender las cosas que había estado recogiendo, cosas que la gente tiraba pero que aún tenía vida útil.
Podía pararse y caminar, pero el último porrazo contra el suelo le había quitado las ganas de subirse a la bicicleta en un rato. La tomó y la condujo con las manos, caminando a su lado. Yo caminaba del otro lado de la bicicleta, llevando en mis brazos la gran caja de cartón.
Era una señora amable, de conversación fácil y espontánea. Me contó que hacía ya treinta años que se dedicaba a recoger cosas, restaurarlas y venderlas. Era una actividad creativa que le producía placer y, aunque no viviera con lujos, no pasaba hambre.
La feria no era lo que yo me esperaba. Era un caos de puestos, cosas y gente; todos en movimiento, todos yendo y viniendo; comprando, vendiendo, anunciando sus productos a los gritos, regateando precios, sacando el mayor provecho posible de cada cosa.
Sonia me condujo a su puesto, donde apoyé la caja. Me disponía a irme, cuando ella me agradeció nuevamente, me indicó los días en que vendía allí y me invitó a pasar alguna vez. Prometió hablar con sus colegas, conseguirme una playera o quizás un juguete. "Un libro" le dije tímidamente. "¿Un libro es lo que quieres?" Asentí. "Bien, la próxima vez que vengas te conseguiré un libro".
Dos años después sigo yendo. Toda la ropa que tengo me la consiguió Sonia. Los libros que tengo en casa (los que no pertenecen a la biblioteca) también son de allí. Sonia me presentó a Elliot, un viejito que se dedica a vender libros usados. No es la persona más amable, pero me ha regalado unas cuantas joyas en buen estado.
Esta vez me traje conmigo "David Copperfield", un libro que aún no he leído pero tengo la sensación de que voy a amarlo cuando lo haga. Caminé todo el camino de vuelta a casa con los patines colgando de mi cuello, el libro fuertemente agarrado con ambos brazos contra mi pecho y una sonrisa en mis labios.
La vida nos da pocos motivos para ser feliz, hay que aprovechar cada pequeño trozo de felicidad al máximo y eso es lo que pienso hacer con este libro.
Editado: 16.11.2022