Todo Va A Estar Bien

Calidez

No puedo creerlo.

 

No tiene sentido que siga sintiendo cosas bonitas por él, después de cómo me trató. Fue brutal conmigo. Me gritó en la cara, me dijo de todo; como si hubiera entrado a su casa y hubiera robado su gato de forma deliberada.

 

Yo lo encontré, debería estar agradecido. Y lo cuidé (doblemente agradecido); y, para colmo, se lo devolví (ya van tres). Pude haberme callado, pude haberme quedado con Merengue, pero decidí devolvérselo. No, decidí devolvérselo a un adorable viejito, desesperado por volver a ver a su amado gato; si hubiera sabido que era su abuelo... no sé, quizás se lo hubiera devuelto igualmente; pero jamás hubiera permitido que él supiera que había sido yo. ¡Qué humillación! Todavía siento la cara roja de sólo recordarlo.

 

Ahora estoy sola, completamente sola. Pero supongo que vale la pena, Merengue se veía contento con la idea de volver con su familia. Es un buen gato, merece lo mejor, merece todo el amor del mundo; y el viejito parecía ser un tipo agradable.

 

Con un suspiro de impotencia, casi diría de remordimiento, doy vueltas las páginas; adelanto acontecimientos como si lo que estuviera entre mis manos fuera una máquina del tiempo. Llevo un lapso considerablemente largo revisando estos diarios, una prolija pila se alza junto a mí, formada por aquellos con los cuales ya he terminado, y todavía quedan algunos más en la caja.

 

Me siento culpable por hacer esto, soy un intruso en los recuerdos de Mariam, alguien que invade su intimidad. Pero también siento una inmensa curiosidad; sólo ahora soy capaz de notar que Mads nunca se ha abierto de esta manera conmigo, no con palabras; no me ha hablado de nada de esto: su vasto mundo interior. ¿Quién hubiera dicho que ha llevado esta pesada carga por su cuenta, durante todos estos años?

 

Estoy casi al término de este diario, han pasado algunos meses, el año está llegando a su fin.

 

Una potente tormenta estival me ha sorprendido hoy, empapándome entera en el camino de vuelta desde la tienda de comestibles. Mediante el simple truco de doblar mi pequeña bolsa sobre sí misma, y guardarla bajo mi sudadera, he logrado mantenerla relativamente seca. Una señora que caminaba rápidamente por la acera con cuatro bolsas en sus brazos no ha corrido con la misma suerte. La lluvia empapó las delgadas bolsas, deshaciéndolas y desparramando su contenido por doquier.

 

Pobrecilla. Me acerqué y la ayudé a recogerlo con premura. Ella me agradeció efusivamente con una sincera sonrisa y brillo en su mirada. Le propuse volver a la tienda en busca de más bolsas; y, una vez acomodados los productos en su interior, pasamos un rato charlando.

 

Ella adora cocinar. Me contó sobre las recetas que suele preparar para su familia, y discutimos sobre qué comida es la más deliciosa. Mi elección sigue siendo la pizza, sin importar lo que cualquiera pueda decir al respecto.

 

También me habló de su amor por la jardinería y su afición al tejido. Las dos cosas que más le apasionaban en este mundo. Me contó que, cuando se dedicaba a sus hobbies, el tiempo parecía detenerse, y podía pasar todo el día sin que ella siquiera lo notara. Se sentía libre, como si flotara. Yo le  respondí que así era como el patinaje me hacía sentir a mí: el viento en la cara, los brazos extendidos, ese sentimiento de levedad, de libertad, como si el mundo fuera mío, como si pudiera hacer lo que yo quisiera.

 

Los libros también me transmitían una emoción similar —libre y deliciosa—, pero algo distinta. La sensación que me proporcionaban iba más allá de una libertad material, sino que me sentía espiritualmente libre, como si pudiera visitar otros mundos, como si la misma realidad fuera un chiste.

 

Fue la primera —la única— persona a la que le comuniqué todo esto.  Nunca había sido tan sincera con alguien, nunca había compartido mis sentimientos de esta manera. No es lo mismo que hablar con Sonia. Ella es muy simpática, pero su mentalidad siempre ronda los números, siempre está calculando el costo y el beneficio de absolutamente todo en la vida. En cambio Nora... Nora es diferente. Hay algo en ella que me produce paz, y a la vez albergo la completa certeza de que es alguien sincero, de que puedo confiar en ella. Me hace sentir una extraña calidez en mi interior, como si viera en mí algo que siempre ha existido, pero que yo nunca he notado. De algo estoy segura: su alma es hermosa.

 

Cuando acabó de llover la acompañé hasta su casa, llevando dos de las bolsas en mis brazos. Íbamos caminando pausadamente, sin necesidad de apresurarnos; nuestra conversación era tan amena que ninguna de las dos quería que acabara. Ahora hablábamos de flores, de las diversas variedades y la forma correcta en la que deben ser plantadas.

 

"Debes saber que los rosales son muy celosos", dijo con una risita.

 

"¿Celosos?", pregunté yo, divertida.

 

"Claro, celosos de su espacio personal. Si lo siembras junto a otra planta, no dará flores. Es muy orgulloso".

 

Iba a replicar algo, cuando llegamos a su casa, y se me paró el corazón. Sabía quién vivía allí, y no quería entrar bajo ningún término.

 

"Vamos, pasa. Ya falta poco, ayúdame con estas bolsas y no te molestaré más".

 

No tuve opción. Tomé aire, junté valor y atravesé el portal de la entrada con paso seguro. No tenía idea de dónde se ubicaba cada habitación de la casa, pero enderecé mis pasos con un rumbo fijo y pude divisar una robusta mesa de madera lustrosa. Dejé las bolsas sobre ella, y me disponía a salir corriendo de allí; cuando escuché una voz demasiado familiar en mi oído, demasiado cercana a mi corazón:




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