Por fin. Lo encontré. Aquí está. Este es el día en que todo comenzó, oficialmente. Recuerdo cada detalle de ese día como si se tratara de una película a la que he visto mil veces.
Desde que Mariam estaba decaída las palizas en la escuela habían bajado un tanto, sobre todo las dirigidas a mi persona, considerando que yo solía ser su blanco predilecto. Pero eso no implicaba que el total de palizas propinadas se redujera a cero. Mads no era la única con problemas de ira y conflictos con la autoridad, y en nuestra escuela existía alguien especialmente desquiciado: Robert Jelkin. Este tipo no te humillaba por necesidad, sino por afición; y vaya que era bueno en ello.
Era el último día de clases, finalmente. Los exámenes habían concluido. La ceremonia de entrega de premios ya había pasado. Este era el día dedicado a limpiar los casilleros, recoger nuestras pertenencias, despedirnos de nuestros compañeros hasta el próximo año lectivo.
Mientras duraban las clases, solía asistir a la escuela en automóvil. Sin embargo, aquel día auguraba el verano, se sentía muy agradable el paseo hasta allí, y no quise perdermelo.
Dejando todo para el último momento, como siempre; yo había ido a vaciar mi casillero, por única vez en el año. Parece que Bobby Jelkin tenía la misma costumbre.
En el momento en que posó sus ojos sobre mí supe que estaba perdido. Intenté apresurarme con mis cosas, salir de allí lo antes posible; y cinco minutos más tarde estaba caminando a paso rápido con mi mochila al hombro, directo a mi casa.
Faltaban unas pocas calles para llegar cuando sentí unos gruesos dedos atenazándome la nuca. Su mano izquierda mantuvo firme mi cabeza el tiempo suficiente para que su puño derecho pudiera estrellarse en mi nariz sin mayores inconvenientes. Un segundo puñetazo impactó en mi oído y, por unos minutos, mi mundo se privó de sonido.
Detrás de Bobby llegaron sus dos compinches, igual de violentos que él pero apenas más estúpidos. Me levantaron por los antebrazos y me arrastraron a un callejón, donde reposaban varios contenedores de basura desbordados. Me tomaron por la camiseta y comenzaron a arrastrarme por el suelo, frotando mi cuerpo y cara completos sobre la suciedad y los restos de porquería.
Como dije antes: el objetivo de Bobby se dirigía hacia la humillación sobre cualquier otra cosa. No le era tan preciado el daño meramente físico; este tipo estaba a otro nivel, lo suyo era el daño emocional. Los huesos sanan más fácilmente que las almas.
Me despojaron de absolutamente todas mis prendas y me dejaron allí, tirado en el callejón. Me quedé encogido en un rincón, temblando de rabia y asco. Pude oír el repiqueteo de sus risas a medida que se alejaban con mis ropas.
No sabía qué cosa podía hacer. No tenía ni la más pálida idea de cómo iba a salir de ese atolladero. Mi casa todavía distaba unas cuantas calles, el atardecer no estaba tan lejano, mi familia comenzaría a preocuparse pronto. Nadie sabía que estaba allí, y no podía pedir ayuda a nadie. Lo peor: sentía vergüenza; si sólo me hubieran golpeado, si sólo tuviera que exhibir una nariz rota de camino a casa no sería tan grave, pero Bobby sabía lo que hacía, me había dañado en el orgullo y no podía permitir que nadie me viera en ese estado.
Permanecí al fondo del callejón, detrás de un contenedor, llorando silenciosamente. De pronto, una voz familiar se dirigió a mí:
—¿Sean? ¿Eres tú?
Era ella. La última persona que deseaba que me viera así. Este día no podía ir a peor.
—¡DÉ-DÉJAME EN P-PAZ! —exclamé, con la voz quebrada por el llanto.
—Vete a la mierda —respondió cortante, y escuché cómo sus pasos se alejaban.
Entendí que ésa iba a ser mi única oportunidad.
—Espe-pera —rectifiqué—. Necesito ayu-yuda —agregué, casi en un susurro.
Volvió sobre sus pasos y tuve tiempo de advertirle, le rogué que no se acercara más, que no me viera.
—Bobby y sus ami-migos... él me golp-peó y me... robó t-toda la rop-pa...
Me dolía cada palabra que salía de mi boca, en un esfuerzo inaudito.
—Entiendo —dijo simplemente ella.
Pude oír cómo trajinaba con algo detrás del basurero; no sé qué hacía pero lo hacía rápidamente.
—Toma —me dijo, y distinguí su mano asomándose. Una camiseta gastada colgaba de ella.
La tomé y comencé a cubrirme. Estaba estirada, me quedaba algo grande. Luego de unos segundos la misma mano apareció, esta vez sosteniendo un par de pantalones amplios de color verde musgo.
—¿Tus zapatillas?
—Estoy desca-calzo —respondí, mientras me calzaba los pantalones. Hubiera preferido usar ropa interior, pero de todas formas sólo debía aguantar hasta llegar a casa.
Dos zapatillas cayeron cerca de mí, una detrás de otra, con un ruido seco. Me las calcé en mis pies sin calcetines y salí de detrás del contenedor.
Mariam se ataba los patines cuidadosamente. Sólo llevaba puesto un viejo sweater gris topo. Claramente había pertenecido a una persona adulta, porque a ella le llegaba más abajo de las rodillas.
Terminó con los nudos, y levantó su cabeza. Nuestros ojos se cruzaron por un segundo, nunca había notado lo hermosos que podían ser sus ojos.
—Gra-gracias —le dije con sinceridad.
—No es nada —respondió, y salió patinando del lugar.
Ese día llegué tarde a mi casa. Fui regañado. Tomé una larga ducha. Una vez limpio, le conté a mi abuela lo que había sucedido. Recibí un fuerte abrazo. Me hornearon galletas. Me fui temprano a mi cuarto, y me acosté en la cama, directo sobre el edredón.
Editado: 16.11.2022