Todo Va A Estar Bien

Gracias

Último día de clases. Ya había limpiado mi casillero, ya había dejado todo listo. Tenía un sólo asunto que resolver. Fui a la escuela a devolver el vestido y los zapatos. Había puesto todo en una bolsa de plástico. La dejé en la sala de maestros, espero que la encuentre allí. No quería tener que enfrentarme a ella, ver la lástima en sus ojos.

 

Volvía a casa tranquilamente, los patines colgando de mi cuello como siempre. A lo lejos divisé una pelea, lo que parecía ser una riña callejera; con sólo algunos pasos reconocí sus identidades. Estaba demasiado lejos aún, no podía hacer nada para intervenir. Vi cómo se metían al callejón, y luego cómo los tres idiotas se alejaban en dirección opuesta a la mía. Sabía que había quedado una persona en el callejón; sabía quién era esa persona.

 

Me acerqué. Lo llamé. Su respuesta no se hizo esperar, hostil como siempre que se dirigía a mí. Me dispuse a irme de allí, pero él habló de nuevo. Esta vez había una nota diferente en su voz. Sonaba como un animal herido. No pude contenerme. No hubiera podido hacer otra cosa. Necesitaba mi ayuda, y yo se la di.

 

Siempre me había molestado que el sweater gris me quedara tan largo, era incómodo patinar con él. Sin embargo, esta vez fue una suerte. Con esa cosa cubriéndome entera, pude darle mi camiseta y mis pantalones. Mi único par de zapatillas —el que con tanto esfuerzo había limpiado esa vez— habrá quedado asqueroso luego de pasar por ese callejón; pero no podía permitir que caminara descalzo a casa, yo podía usar mis patines.

 

Cuando salió de detrás del contenedor, nuestras miradas se cruzaron como nunca lo habían hecho antes. Me miró, finalmente me miró. Y lo que sus ojos reflejaban era agradecimiento, sincero agradecimiento. Me sentí abrumada por la cantidad de emociones que esos ojos provocaban en mí, y salí de allí con rapidez.

 

***

 

Un día entero ha pasado desde mi última anotación en este diario, y no puedo creer la forma en que la situación ha dado un giro de ciento ochenta grados.

 

La escuela había terminado. Tenía mucho tiempo libre y toda la casa para mí sola. Pasé todo el día leyendo. Serían cerca de las cinco de la tarde cuando escuché golpes en mi puerta.

 

Estuve todo el día esperando la ocasión de ir a verla. Pero debía aguardar a que la ropa estuviera lista para poder devolvérsela. Jamás odié tanto la lentitud de una lavadora.

 

Me acerqué a la entrada y lo vi, parado allí, pulcramente vestido, con mi ropa prolijamente doblada en las manos.

 

—Hola —pude apenas articular.

 

—Hola —me dijo con una sonrisa nerviosa—. Vi-vine a verte. ¿Pu-puedo pasar?

 

—Ehh... sí, claro... pasa.

 

Dio algunos pasos e intentó cerrar la puerta tras él.

 

—No hace falta, está rota... sólo déjame apoyarla. Siéntate —agregué, despejando una silla para él.

 

—Te traje esto —dijo, entregándome las prendas. Olían delicioso, como a flores. Yo rara vez podía darme el lujo de lavar mi ropa—. No te pr-preocupes, la lavé. Las zap-patillas también. Hubiera venido antes, pero q-quería que est-tuviera p-perfectamente seca —balbuceó, mientras se despeinaba la parte de atrás de su cabeza con la palma de la mano derecha.

 

Las zapatillas estaban perfectas. Nunca se habían visto así de blancas. Me senté en mi silla, y me las puse con rapidez. Al levantar la vista, lo encontré mirándome incómodo.

 

Hasta ese momento no había notado que estaba descalza. Si su gesto me había conmovido antes, cómo creen que reaccionaría ahora que sabía que me había dado su único par de zapatillas.

 

—También p-pensé que podían gustarte est-tas. Mi abuela las p-preparó.

 

Sacó la bolsa de papel que había traído y la abrió frente a mí. Un suave olor a galletas con chips de chocolate se elevó de ella. Me levanté y me hice con un plato y dos vasos. Abrí la última botella de leche que me quedaba, había estado guardándola y ésta era una buena ocasión para usarla.

 

La situación era simplemente surrealista: allí estábamos, dos personas que jamás habían intercambiado más de dos palabras sin insultarse, bebiendo leche y comiendo galletas caseras, como amigos. Este día era una locura.

 

—Quiero agradecerte, de nuevo.

 

No tartamudeó al decirlo; fue cuando noté que  su tartamudeo mejoraba cuando se tomaba el tiempo de hablar serenamente.

 

—No hace falta.

 

—Sí, sí hace. No cualquiera hubiera hecho lo que tú hiciste. En serio, gracias.

 

—Por nada —le sonreí—. Me alegro de que estés bien.

 

—¿Tu p-padre? —preguntó casualmente, mirando alrededor.

 

—Se fue. No volverá.

 

—¿Y q-qué vas a hacer?

 

—Me las arreglaré. Siempre me las he arreglado, con y sin él.

 

Luego de una pausa, confesé:

 

—Lo cierto es que te debo unas disculpas. Te he tratado mal durante mucho tiempo. No tenía derecho a hacerlo.

 

—Yo tampoco te traté muy bien.

 

—Pero nunca me golpeaste.

 

—Deseé hacerlo muchas veces.

 

—Pero no lo hiciste. Ésa es la diferencia entre tú y yo. Sabes controlar tus impulsos.

 

—¿Es eso? ¿Problemas de ira? Lo entiendo, tienes una vida complicada.

 

—Eso no me da derecho a tratarte así —susurré—. Mi vida no es culpa tuya.

 

—Al menos ahora lo sabes, así como yo comprendí lo injusto que fui contigo. ¿Qué te parece si empezamos de nuevo?




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