Ayer el día estaba hermoso, perfecto para salir con mis patines. El aire se sentía cálido, pero no agobiante; una refrescante brisa se elevaba, llevando consigo el olor de las flores y susurrando entre las ramas de los árboles.
Tomé mis patines y decidí pasar por la casa de Sean; tomar por una vez la iniciativa y ser yo la que lo invite a pasear, para variar.
Estaba de un humor similar al mío: con demasiada energía como para quedarse acostado en el sofá, sin la suficiente como para hacer lo que sea que requiriera más esfuerzo que un tranquilo paseo por el parque.
Él caminaba a paso relajado a lo largo de la avenida, aprovechando la notoria escasez de automóviles en el barrio, debido a los viajes vacacionales frecuentes en el verano. Lanzaba algún que otro comentario irrelevante, con intervalos de casi diez minutos entre cada uno, en un intento de llenar el silencio que nos circundaba. Yo patinaba de espaldas a la avenida, de frente a él; no emitía una palabra, mi mirada se hallaba concentrada en los reflejos del sol en sus cabellos, la forma en que el viento desordenaba sus mechones. De vez en cuando daba una vuelta completa a su alrededor a la máxima velocidad posible, sólo para provocar su sonrisa.
No pasó mucho hasta que llegamos al parque. No se veía ni un alma. Aparentemente, los niños y niñas del barrio habían decidido desperdiciar ese precioso día en cualquier otro sitio, lo que nos dejaba todo el lugar sólo para nosotros. La tranquilidad que se respiraba era sublime, no necesitábamos nada más.
Pensé en guiar a Sean hacia mi lugar predilecto de todo el parque; pero él me robó la idea, llevándome hacia un frondoso árbol del que colgaban maduras las moras. Las abejas habían sido atraídas a causa de su dulzura, y su zumbido era audible. Sin embargo, de alguna manera no resultaba amenazante, parecía más bien una oda a la serenidad.
—¿Éste es tu lugar favorito? —le pregunté entre risas.
—Sí, ¿por qué? ¿No te gusta?
—Es muy hermoso pero... ¿no te preocupan las abejas?
—No soy alérgico —respondió con sencillez.
Una luz se prendió súbitamente en su mente, y un chispazo de ansiedad cruzó por sus ojos.
—¿T-tú no eres alérgica a las abejas, ci-cierto? —inquirió con la preocupación pintada en el rostro.
Hacía mucho que no lo oía tartamudear.
—No, tranquilo.
Lanzó un suspiro de alivio, y se recostó en el césped mirando hacia lo alto.
—Menos mal... no hubiera q-querido tener que correr hacia el hospital. Hubiera debido p-preguntártelo antes de traerte aquí —agregó con una carcajada.
—¿Te parece? —reí sarcástica, dando una ligera palmada en su brazo derecho.
Mi mano reposó allí, en el pliegue de su codo, apoyado en su cálida piel, y él no hizo nada para romper ese contacto. No parecía sentirse incómodo con la situación.
Una ráfaga de viento agitó las ramas sobre nuestras cabezas y varias moras cayeron al suelo con un ruido tenue.
—Mads —murmuró sin mirarme, y sentí la electricidad de su voz recorriendo mi cuerpo.
—¿Qué?
—¿Has visto el cielo?
Reí ante lo absurdo de la pregunta. Claro que había visto el cielo, muchas veces.
—Sí —le dije, aún riendo.
—No, quise decir ¿has mirado el cielo? Digo, prestándole la debida atención.
Me recosté junto a él en el césped, mi mano aún en su brazo, nuestras mejillas casi tocándose.
Dirigí mis ojos al mismo punto donde él clavaba su vista y miré el cielo; no sólo lo vi, lo miré.
Era hermoso. Una combinación perfecta de colores, de los más hermosos tonos, de la claridad más pura; no se fusionaban al completo pero tampoco permanecían aislados unos de otros.
Es la más hermosa obra de arte del universo, el cuadro mejor pintado, imposible de duplicar o falsificar; y aún así yace sobre nuestras cabezas, disponible para quien desee admirarlo, invisible para quien no entienda su majestuoso valor.
La vista del cielo me hizo sentir lo mismo que la cercanía de Sean me provocaba; y recordé otra cosa que me producía una sensación análoga:
—Me recuerda a patinar, ¿tiene sentido eso?
Volteé mi cabeza para ver a Sean a la cara, poder reconocer su reacción.
—Cuando patino... es como si flotara... como si los problemas desaparecieran, como si fuera capaz de cualquier cosa. Me hace sentir... liviana.
—¿Por eso te gusta tanto patinar? —pregunta en un susurro.
Suspiré
—La vida puede ser pesada a veces. ¿Has tenido esa sensación... como si llevaras una enorme mochila a la espalda?
—Sí.
—El peso es demasiado para ti, pero no puedes dejarla... simplemente no puedes. Luego de llevarla durante tanto tiempo lo único que deseas es arrojarla lejos... cuando voy sobre mis patines es como si soltara todo por un rato, ¿entiendes?
—Entiendo.
Dudó unos momentos y luego dijo:
—¿Sabes? Sé que no doy la impresión de que me importe, pero... mi tartamudeo en serio me vuelve loco. Ésa es mi mochila. Es frustrante tener las palabras en la mente, y no lograr comunicarlas a los demás. Es como si estuviera en una isla desierta, como si supiera que nunca podré comunicarme realmente con nadie... o, al menos que requerirá mucho esfuerzo hacerlo.
Editado: 16.11.2022