Todos los besos que nunca te di

1. ENCERRONA DE CUMPLEAÑOS

MINA

Como la heredera del imperio McQueen tengo una vida ajetreada. Londres, París, Milán, Nueva York y vuelta a empezar para los mayores desfiles de la industria.

Dirigir con veintisiete años una de las mayores casas de moda del siglo XXI no me está resultando tan fácil como mis padres lo diseñaron en mi cabeza cuando descubrieron que tenía el talento que a mis hermanos les faltaba.

Patrones, diseños, reuniones, entrevistas, colaboraciones, marketing...

Los pensamientos sobre trabajo me bombardean sin tregua mientras salgo de la oficina. Desgraciadamente, hoy tengo otra reunión: trabajo familiar. Para mí tratar con Meredith y Henry McQueen es otra transacción a la que debo poner un pelín más de empeño porque si no se encargarán de dificultarme la existencia.

Suspiro, poniéndome las gafas de sol mientras me dirijo hacia el Mercedes en el que Thomas me sostiene la puerta con una sonrisa.

Lleva toda la vida trabajando para nuestra familia, así que lo considero parte del clan; si este hombre hablara, estaríamos perdidos.

—Buenos días, señorita McQueen —me recibe—. Está usted hoy radiante.

—Gracias, Thomas —lo saludo de vuelta—. Deben ser los años —murmuro con una mueca antes de introducirme en el vehículo.

Sí, teóricamente hoy cumplo veintiocho años. Por eso mis padres se han empeñado en invitarme a un Brunch en casa. Normalmente, solo la piso una vez al mes para entregar informes sobre balances y nuevas colecciones.

Creo que el día más feliz de mi vida fue cuando firmé el contrato de mi apartamento en el Upper East Side; aún recuerdo como Eli y yo casi lo destrozamos organizando la fiesta de bienvenida.

En fin, a Eli siempre se le ha dado bien ser el alma del caos.

—¿Te gustaría escuchar algo de música, Mina? —pregunta Thomas al ver que saco el cuaderno de diseños.

—Sí, por favor —respondo—. Lo de siempre.

No me gusta que me trate con formalidades cuando estamos en privado. Ese hombre me ha visto correr en pañales por el jardín, me limpiaba las lágrimas cuando me caía de la bici. Hacía desaparecer mis vómitos de la tapicería cuando llegaba como una cuba a los dieciséis y colado a Eli innumerables ocasiones en mi dormitorio cuando su madre lo dejaba fuera de casa por aparecer en «condiciones inapropiadas».

Es como un segundo padre para mí.

Durante el trayecto a North Hempstead me dedico a seguir trabajando en la nueva colección que estrenaré la temporada primavera-verano.

Está inspirada en la década de los 2000, así que he sacado provecho a mi fascinación por el culto a los tiros bajos y tomado referencias por el estilo pop decadente de Gaga en sus inicios.

Nuestra firma es conocida por su conservadurismo: por haber vestido a presidentes, estrellas del deporte, modelos, actores, it Girls y ahora a influencers dispuestos a pagar los precios, promocionarlos en redes... o dilapidarlos en alfombras de gala, pero estoy harta.

La moda es otra cosa y eso es lo que quiero demostrar: es un arte con el que expresar un estilo de vida.

Disponible a todos los públicos.

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Me crié en la opulenta Long Island, rodeada de naturaleza y según mamá, fuera de la contaminación de la Gran Manzana. Aunque lo que realmente les llamó la atención fueron los puertos en el que emplazar sus carísimos yates y los campos de golf en los que papá había cerrado innumerables tratos con peces gordos.

Soy rica, pero no una cabeza hueca incapaz de percatarse que su estilo de vida no está al alcance de ni un veinte por ciento de la población mundial.

Un escalofrío me recorre la espina dorsal al traspasar las verjas metálicas y ver la casa colonial en la que viví dieciocho largos y tortuosos años. Mi mirada se pierde por el cerezo de la entrada principal mientras Thomas gira.

Mi chofer me lanza una mirada de ojos cálidos por el retrovisor, sonriéndome con paciencia.

—Tómatelo con calma, Mina —me recuerda con serenidad.

«¿Tan evidente es que no soporto a mi madre?».

—Lo haré, querido Thomas.

Guardo el cuaderno y salgo del coche estirando la tela del vestido, asegurándome de que no tiene arrugas y avanzo por el terraplén hacia las escaleras. Puedo escuchar la voz agradable y de piropos envenenados de mamá comentarme lo guapa que estoy, pero que he subido de peso, o que mi precioso pelo necesita un recorte, o la manicura...

«¡Basta, Mina!».

El único consuelo que me queda es Eli, porque si no ya me puedo dar por muerta. Por supuesto, sino está perdido en una isla paradisiaca, lo ha secuestrado un comando revolucionario y por eso no ha contestado a mis malditos mensajes de los dos últimos días.

—¡Felicidades, señorita McQueen! —me felicita Maura, la ama de llaves.

Salgo del trance y le sonrío con educación mientras me quito las gafas de sol.

—Gracias, Maura —contesto, entregándole el abrigo y el bolso—. Sabes que han organizado mis padres, por casualidad —inquiero.




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