Desperté con la luz del sol pegando directo a mi rostro, sin abrirlos, di media vuelta y coloqué el suave edredón morado sobre mis ojos, sin ganas de levantarme aún.
Mis padres habían discutido toda la noche por mi culpa, como siempre, ya que a papá no le convencía mi idea de ir a la fiesta, y mi madre estaba más que emocionada por pasar toda una tarde sin mí. El conflicto duró horas, porque cuando ellos peleaban nunca se trataba de un solo tema, comenzaban con una fiesta con desconocidos y de repente se encontraban recordando aquella vez cuando tenía siete años y papá me llevó a andar en motocicleta sin consultar con mi madre primero. Era difícil dormir bien cuando tus padres no podían parar de discutir por tu culpa, así que pasé varias horas dando vueltas en la cama sin poder pegar ojo.
Toc. Toc. Toc.
Tres golpes suaves en la puerta me indicaron que se trataba de mi padre, que quería comprobar que estaba presentable antes de abrir.
—Pasa —autoricé al mismo tiempo que bajé el edredón con cierta reticencia, todavía no estaba lista para dejar la comodidad de mi cama.
Papá abrió la puerta despacio, ya estaba vestido con su uniforme de policía, el cual lo hacía lucir aún más joven de lo que era.
—Buen día, cariño —saludó y se acercó a mi cama para sentarse en la orilla —. ¿Cómo dormiste?
—Bien —mentí, solo esperaba no tener ojeras que me delataran —. ¿Y tú?
—De maravilla —mintió también —. Quería hablarte de la fiesta que mencionaste ayer
—¿Puedo ir? —me apresuré a preguntar emocionada.
Él asintió y un mechón castaño cayó sobre su frente. Su cabello era igual al mío, tan lacio que no importaba cuanto lo peinara ni cuanto gel le pusiera, nunca se quedaba donde debía.
—Puedes ir, con la condición de que debes llamarme cuando estés allí, y también cuando llegues a casa, ¿está bien? —Acepté sin problema, sabía que él solo estaba preocupado porque me pudiera ocurrir algo, incluso cuando todos insistían en decir que era el pueblo más seguro del mundo.
Me senté sobre la cama y observé su rostro marcado por la falta de sueño. Tragué saliva y jugué con el dobladillo de mi pijama de conejitos.
—Lamento que mamá y tú pelearan por mi culpa —murmuré apenada, odiaba ser siempre la causa de sus problemas.
Él negó con la cabeza, se veía frustrado.
—No todas nuestras discusiones son sobre ti, Evie, no debes preocuparte por eso —se inclinó para darme un beso en la frente, en un gesto tierno, y luego se levantó de la cama —. ¿Bajas a desayunar? Tu madre está haciendo hot cakes.
Las palabras mágicas. Sin pensarlo dos veces salté de la cama y fui directo al cuarto de baño de mi habitación, ¿quién podría decir que no a los hotcakes? Lavé mi rostro y cepillé mi cabello con movimientos rápidos, ya habría tiempo para una ducha después de comer.
Desde lo alto de la escalera ya se podía percibir el delicioso aroma de la comida que mi madre estaba preparando con tanta dedicación. Si había algo que no se podía negar sobre Amelia Duncan, era su talento para la cocina. Cada cosa que preparaba le salía a la perfección, incluso el té sabía más rico cuando ella lo hacía.
—Buen día —saludé a mi mamá, para luego sentarme en la barra donde servíamos el desayuno a diario. Mi padre leía el periódico en silencio, era una de esas veces en las que todos fingíamos que la tensión no podía cortarse con cuchillo, lo que dejó claro que la discusión de la noche anterior no había terminado bien.
No podía recordar un tiempo en que las cosas hubieran sido diferentes, tal vez cuando era pequeña ellos se esforzaban más en ocultar que estaban enfadados el uno con el otro, pero yo siempre había podido escuchar los murmullos en las noches, cuando discutían las razones para estar juntos y al final la única que tenían era yo. Me hacía preguntarme si alguna vez estuvieron realmente enamorados.
—Ayúdame a poner la mesa, Evie —pidió mi madre con voz tensa y un poco rasposa, era evidente que había estado llorando durante un largo tiempo. Una punzada de culpa me golpeó el pecho, odiaba verla así.
Le di una mano para colocar los platos en la mesa y luego nos sentamos a comer todos juntos, sumidos en un silencio sepulcral. La luz del sol entraba por las ventanas, dándole un tono más cálido a la cocina, y el canto ocasional de las aves ayudaba a aligerar un poco el ambiente, además de anunciar un día perfecto para una fiesta en la piscina.
—¿Te ayudo a lavar? —pregunté a mi madre cuando vi que comenzaba a recoger los platos sucios y dejarlos en el trastero. Ella negó con la cabeza y murmuró un corto y seco “no”.
Ignoré su negativa y me puse a la tarea de recoger los vasos y guardar en el refrigerador las cosas que habían sobrado.
Por la ventana que quedaba frente al fregadero se podía apreciar el cielo despejado, además de tener una vista bastante clara del solitario jardín trasero de los Prescott.
La luz del sol alcanzó a mi madre e iluminó su rostro, tenía algunas pequeñas manchas en la piel, y unas pequeñas arrugas de expresión que solo se vislumbraban con aquella luz tan directa. Seguía siendo hermosa, sin duda, su cabello caía por su espalda como una cascada de oro, y sus ojos se asimilaban a un lago de aguas cristalinas. Parecía inalcanzable, lo que tenía sentido para mí, ya que era la forma en la que siempre me había sentido en cuanto a ella, como si estuviera tan lejos que incluso tocarla era imposible.
Si hubiera tenido mi cámara a la mano...
—¿Cómo vas a vestirte para la fiesta? —preguntó mamá en un murmullo, el hechizo que la cubría se rompió.
—No lo sé —me encogí de hombros —, ha pasado tanto tiempo desde la última vez que fui a una que ya ni siquiera recuerdo lo que es —bromeé. Ella ni siquiera me miró, continuó fregando los platos con su expresión impasible.
—Algo sencillo estaría bien —comentó distraída —, no muy corto o llamativo, no querrás dar una idea equivocada, ¿cierto?