Castigada.
Tras llegar a mi casa de la fiesta, mi madre no tardó en recordarme que había prometido llamar a mi padre, cosa que olvidé por completo, y se encargó de informarme que él estaba furioso conmigo, algo que casi la hizo sonreír. Cuando papá llegó a casa y me impuso un castigo de una semana, no pude hacer más que aceptarlo de mala gana.
—Quería presentarte a Matt —se quejó Belle Hensley luego de que me vi obligada a decirle que no a una invitación para salir con ella y sus amigos.
—Lo siento —murmuré apenada —, mi padre es un poco estricto con las fiestas y esas cosas.
—Bien —aceptó en tono cortante —. Nos vemos otro día entonces.
—Adiós —la llamada se cortó y permanecí recostada sobre mi cama, mirando al techo y con el celular aún en la oreja.
Me encontraba sola en casa, ya que papá estaba en el trabajo y mi madre había salido a dar un paseo con Laura. Mamá había estado de acuerdo con el castigo, ella siempre solía decir que papá era demasiado blando cuando se trataba de mí, así que lograr que él me disciplinara era una especie de victoria para ella, pero al mismo tiempo resultaba ser una molestia. No poder salir significaba pasar mucho tiempo en casa, y mi madre ya estaba cansada de estar cada día conmigo, así que en cuanto Laura apareció con la propuesta de salir, aceptó sin dar muchas vueltas al asunto.
Aparté mis ojos del techo y dejé mi móvil a un lado, ya estaba acostumbrada a estar todo el tiempo encerrada en casa, pero se sentía peor ahora que sabía que tenía gente afuera con la que podría estar. Mientras ellos se divertían, yo me encontraba echada en mi cama y lamentando mi existencia mientras aún vestía mi pantalón de pijama.
De un salto me levanté de la cama, decidida a no pasar mi tarde de esa forma. Di un rápido vistazo a mi habitación, las paredes estaban pintadas de un suave tono lila, mi favorito, y el piso era una inmensa alfombra blanca que cubría todo, estaba limpia y bastante bien ordenado, así que no había mucho por hacer. Me acerqué a la estantería que había en una esquina y comencé a organizar los libros y adornos que había en ella. En su mayoría, el mueble contenía cosas que no sabía dónde poner, como una piedra con la forma de un corazón, o una estatuilla con forma de Sherlock Holmes que mi padre compró hace algunos años, pero también contenía otras cosas importantes, tales como mis libros, o retratos con fotografías de mis abuelos y primos.
Saqué un ejemplar del segundo estante para dejarlo en el suelo mientras ordenaba, de sus páginas cayó un pequeño cuadrado de papel que terminó en el piso. Era una imagen. Me agaché un poco y la tomé con el propósito de apreciar mejor su contenido.
Un nudo se posicionó en mi garganta y mi estomago se contrajo. En el papel estaba impresa una alegre chica vestida de ángel que sonreía de oreja a oreja, esta abrazaba a una joven de su misma edad, el cabello rubio llegaba hasta debajo de sus pechos y estaba decorado con un par de cuernos rojos en combinación con el disfraz de diabla. Le di la vuelta a la imagen, en la parte posterior estaba escrito, con una letra redonda y no particularmente bonita: “Jenna y yo en la fiesta de disfraces de Rufus”, y debajo la fecha del acontecimiento. Como si no fuera capaz de mantenerme en pie, me dejé caer en el suelo mientras sentía mis ojos colmarse de lágrimas.
Durante los últimos meses, me había asegurado de no ver su rostro en ninguna parte, había guardado toda foto que le tomé a ella o a cualquiera de nuestros amigos dentro de una caja que guardé en mi armario, pero ahí estaba, demostrando que era imposible encerrar los recuerdos por siempre.
Admiré a mi yo sonriente de la imagen, era dos años más joven que ahora, y me veía tan feliz junto a mi mejor amiga desde los ocho años que nadie habría podido prever lo que pasaría después.
Con manos temblorosas enjugué mis lágrimas, me levanté del piso y caminé hacia mi armario. En un rincón oscuro se encontraba el cajón de los recuerdos, la única caja que continuó cerrada tras la mudanza. Con una tijera tomada de mi mesita de luz, corté la cinta y abrí las solapas. Tenía el corazón en la boca, y mi estomago estaba hecho un puño, pero de todas formas saqué una de las tres cajas que se encontraban dentro de la más grande y la destapé, en ella se encontraban varias fotografías, Jenna era protagonista en muchas de ellas. Cuando las tomé me gustaban, pero ahora me causaban una mezcla desagradable entre vergüenza y rechazo. Deposité la recién encontrada imagen junto a las otras y devolví la pequeña caja a su lugar. Cerré las solapas de la caja grande con la intención de ponerla donde pertenecía, pero antes de poder regresarla a su oscuro lugar, volví a mostrar su contenido.
Había algo allí que yo necesitaba. Intenté ignorarlo todo este tiempo, pero cada día que pasaba lo extrañaba más. Tomé la caja más grande de las tres en el interior e inhalé profundamente antes de abrirla, en ella se encontraba, entre rollos y fotografías, la que había sido mi posesión más preciada durante años: mi cámara. La saqué junto a algunos rollos sin usar, y finalmente guardé todo en el armario, con la esperanza de que eso sirviera para dejar de sentir esa constante presión en mi pecho.
Me senté en mi cama para inspeccionarla, se encontraba en buen estado, igual que la última vez que la vi antes de abandonarla en la oscuridad, y aún contenía un rollo en su interior. No era mi primera cámara fotográfica, había tenido otra antes, pero esta me la regalaron mis abuelos en mi cumpleaños catorce, y estaba tan emocionada que pasé toda mi fiesta ignorando a mis invitados a menos que fuera para pedirles que posaran. Recogí las cosas del estante que había dejado en el suelo y decidí que eso podía esperar, ahora lo único que quería hacer era recuperar el tiempo perdido.
Salí al patio trasero y comencé a tomarle fotos a los rosales de mamá. Siempre me había gustado la fotografía, cuando era pequeña mis padres tenían una de esas cámaras instantáneas que usaba para hacerles fotos mientras estaban distraídos, cuando se rompió lloré como buena niña caprichosa hasta que consiguieron otra, y pronto se convirtió en un hobby del cual no me pude despegar. Cuando vivía en Crossville, antes de que mi vida diera un giro de ciento ochenta grados, estaba ahorrando para comprar una maquina más profesional, pero luego todo se arruinó y decidí que dejarlo sería lo mejor. Un gran error, claro está.