Tok. Una historia de Magia

CAPÍTULO SEGUNDO

1888, UN AÑO DIFERENTE

I

El joven Duprey había conseguido, a duras penas, zafarse de los agentes de la ley que le habían estado persiguiendo desde la plaza de Trafalgar. Consiguió perderles de vista poco antes de llegar a Covent Garden. Le costaba respirar. Tenía que encontrar un lugar discreto en el que recuperar el aliento. Recordó que en Rose Street estaba la taberna perfecta para pasar desapercibido y, rozando las paredes, se dirigió hacia allí.

La taberna estaba mortecina, era justo lo que necesitaba. Se pidió una cerveza y tomó asiento al fondo del salón. En la mesa de al lado, dándole la espalda, una muchacha tomaba notas en un pequeño cuaderno forrado de tela. Duprey, que no era precisamente sociable, sintió la necesidad de entablar conversación.

–No parece usted de Londres, señorita. ¿Puedo atreverme a preguntarle su nombre?

La muchacha contestó sin separar la mirada del cuaderno.

–Usted, sin embargo, sí debe ser de Londres. Tienen todos ustedes el mismo descaro en los lugares públicos. ¿Qué le hace pensar que quiero conocerle?

–No me malinterprete, se lo ruego. Yo soy Gerard, Gerard Duprey. Sí soy de Londres, pero no acostumbro a relacionarme con desconocidos. Vengo huyendo de Trafalgar Square, donde está organizada la mayor batalla campal que he visto en mi vida. ¿Sabe usted algo?

La mujer levantó la vista del cuaderno y le observó de arriba abajo. Su mirada era acogedora e inteligente. Tenía la frente despejada y una boca perfecta.

–Vaya, señor Duprey, es usted la primera persona que encuentro hoy que no tiene el seso sorbido por la manifestación. Me alegro, sinceramente. Yo me llamo Mabel Besant. Mis padres están separados y estoy en Londres de visita. Quería pasar unos días tranquilos con mi madre pero ella, ay, es una mujer terriblemente ocupada. Debo esperarla aquí hasta que consiga acudir o me mande llamar.

–¿Una manifestación ha convertido Trafalgar Square en un campo de batalla? Es muy inconveniente. Yo suelo ir allí a leer los domingos que no llueve, y se puede imaginar que son pocos. ¿Le gusta leer, señorita Besant? ¿O es señora?

–¡Jajaja! Es usted muy gracioso. ¿Se lo habían dicho? Tengo diecisiete años y vivo con mi padre y mi hermano en Lincolnshire. No llevo anillo de casada, Duprey, pero me doy perfecta cuenta de que no está usted flirteando. No tiene mucha vida social, ¿verdad? ¿A qué se dedica?

–Me pago los estudios trabajando como asistente de biblioteca. Me gusta bastante. Creo que, si consigo estudiar una carrera, seguramente me especialice en historia medieval.

–Historia medieval, es apasionante. ¿Ha visto alguna vez un dragón, señor Duprey?

–No se burle, por favor –dijo rascándose la cabeza– No sé ni siquiera si voy a ser capaz de costearme unos estudios superiores. Londres es un lugar difícil.

–Nada más lejos de mi intención. Le hablaba completamente en serio. ¿Ha visto alguna vez un dragón?

La pregunta dejó a Gerard paralizado unos segundos.

–Claro que no. Nunca he visto un dragón. Los dragones son seres mitológicos.

–Yo le aseguro a usted que, en este preciso instante, en Trafalgar Square, hay un dragón que nadie ve, pero que no tiene nada de mitológico. –Mabel arqueó las cejas, haciéndose la interesante.– Va a tener que estudiar mucho, Duprey. La Edad Media contiene muchos secretos.

Gerard seguía perplejo, pero se dejó gustosamente enredar por lo que supuso una provocación intelectual.

–Le gustan las metáforas, señorita Besant. ¿Acaso ha visto usted un dragón?

–Verlos no, pero he aprendido a sentir su presencia. A veces resulta incluso doloroso. Ellos son sabios y poderosos. Me toma usted por una alucinada, ¿verdad?

–Todavía no me ha dado motivos. Y ha picado mi curiosidad. ¿Es acaso de dragones de lo que tratan sus apuntes? –dijo señalando el cuaderno.

–¿Mis apuntes? Ah, no, que va. Ese es mi cuaderno de horas, así me gusta llamarlo. Algo parecido a un diario íntimo. Ya he escrito su nombre en él, Gerard Duprey, puede considerarse afortunado. –Mabel guardó el cuaderno entre los pliegues del vestido.– ¡Dejémonos de dragones! ¿Alguna vez le han leído las palmas de la mano?

–No, nunca me las han leído.

Mabel, que de repente mostraba una inesperada confianza, tomó las dos manos de Gerard y las estudió con interés durante un buen rato.

–Ahá… Sí… Uff… Sí… Vas a vivir muchos años, Gerard. Tienes unas manos muy interesantes. –comentó soltándolas.

A Gerard, el cambio de actitud y el tuteo repentino le sentaron como un bálsamo.

–¿Ya? ¿Nada más?

–Te dije que te iba a leer las manos, no que te lo fuera a contar. Llámame Mabel, anda. Tú eres bueno, vamos a poder ser amigos.

–Gracias, Mabel. Vaya. Estoy algo confuso. No sé qué hacer con mis manos ahora. ¿Te puedo pedir algo? ¿Qué estás bebiendo?

En ese preciso instante, se abrió la puerta de la taberna y entró una pareja vociferando. Se adivinaba enseguida que salían directamente del corazón de la manifestación. El hombre era delgado, barbudo y elegante. Llevaba antiparras y combinaba todas sus prendas en distintos tonos de verde opaco. La mujer, de constitución fuerte y vivaz, tenía una voz potente y estaba muy indignada.



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En el texto hay: ciencia ficcion, ocultismo, era victoriana

Editado: 21.02.2018

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