Tok. Una historia de Magia

CAPÍTULO CUARTO

TRES MAGOS PARA EL SIGLO VEINTE

I

Habían pasado dos años escasos desde que Gerard se había hecho uno con el vínculo. Apenas dos años desde que él y Mabel se habían reconocido mutuamente su promesa de castidad, ambos estaban viviéndola con especial intensidad, pues era innegable el poderoso lazo de amor que les unía. Por fortuna, gracias a la relación mental que el vínculo les proporcionaba, la ausencia de culminación física ya se estaba convirtiendo en un dolor menor y hasta soportable.

Gerard había dejado su trabajo en la biblioteca y estaba dedicado en cuerpo y alma a su aprendizaje, ya no iba por allá más que en calidad de lector. El Munshi se había ocupado personalmente de alquilarle de forma vitalicia una hermosa casita y recibía semanalmente una modesta renta, remanente de una herencia que una rica viuda acaudalada había tenido a bien dejar para estos menesteres, según el incansable e impenetrable maestro hindú. Mabel por su parte había hecho lo imposible para convencer a su inflexible padre y pasar junto a su madre en Londres la mayor parte de ese tiempo.

Aquella tarde de primavera era especialmente agradable y templada; aún así, era para ellos un día especialmente triste. Sentados sobre la hierba de Hyde Park, los tres jóvenes aprendices apenas si se hablaban, pero eran uno. Meditaban sobre la ceremonia de cremación a la que habían asistido por la mañana. Se despedían los restos de Madame Blavatsky, como en vida le gustaba que la llamaran. La señora Blavatsky había sido para la madre de Mabel la misma figura docente que el Munshi estaba siendo para ellos, especialmente para Mohandas, en cuya formación el Munshi ya llevaba tiempo trabajando duro. El maestro estaba especialmente orgulloso de los progresos de su lebrato y compatriota: consideraba al chico un pacificador de pleno derecho, y en cuatro semanas recibiría su título de abogado y partiría con todas las bendiciones hacia la misión que, de buen grado, había aceptado.

El joven abogado debía volver a la India a recuperar su casta, que había perdido por viajar a Londres, tras lo cual tenía encomendada una profunda tarea de concienciación en Sudáfrica. El Munshi le había despertado un don natural que llevaba latente: Mohandas Gandhi sería el campeón de la independencia de la India y del uso de la no-violencia como forma de lucha. Él ya era, hacía pocos días y por nombramiento directo, un mago pacificador; el hombre que aquel atomizado país estaba esperando sin siquiera saberlo, y la apuesta más fuerte del Munshi para sostener las bases del imperio británico, socavando apenas su imagen pública. La Commonwealth debía formalmente esconderse en las siguientes décadas, pero el plan maestro debía cumplirse a rajatabla según había sido diseñado; razón por la cual se había previsto su paulatina, sigilosa y taimada disolución a los ojos del mundo.

Desde que había comenzado la sustitución del imperio español por el británico como primera potencia mundial, la estrategia maestra no se había desviado de sus primeras intenciones. El imperio lo había imaginado el jādūgara personal de la reina Elizabeth I, John Dee. Esta monarca había llegado al poder contra cualquier pronóstico, sorteando los enfrentamientos fraticidas que la ausencia de su padre –Enrique VIII– había dejado tras de sí.

John Dee fue el líder secreto de los druidas de Britannia. Se hizo cargo de la muchacha en el momento en que la vida de la entonces joven princesa corría mayor peligro, bajo instigación de Felipe II de España, que quería ver a Inglaterra volver a abrazar la fe y la dependencia de Roma que el reciente cisma había descalabrado en el país. Inglaterra ya se estaba convirtiendo por aquel entonces en un sólido bastión protestante. El emperador español tenía previsto que su nieta María, hija de Catalina de Aragón, consolidara su poder y enmendara las caprichosas derivas del díscolo Enrique VIII, el rey decapitador. No contaban en el Escorial con que el poder oculto de la Isla Británica ya había cambiado de manos hacia aquellos que siempre habían estado allí: los defensores de la vieja tradición. Estos eran los druidas, esos magos-sacerdotes que, ininterrumpidamente en cada solsticio, oficiaban en el santuario de Stonehenge la perpetuación de su llama, que ya los viejos césares habían intentado, infructuosamente, apagar para siempre.

El druida era dueño de una erudición inigualable. Su conexión con el vínculo rivalizaba con la del papa y no tenía reparos en utilizar toda la sabiduría almacenada en el vínculo en favor de su reina, con la cual había hecho la misma ligazón de castidad que unía a Gerard y Mabel. Ese vínculo dentro del vínculo que había unido a la reina Victoria, primero con su ministro Disraeli y ahora con el Munshi. Era el tantra sin nombre que juntaba a las monarquías con sus sacerdotes para, a imagen de las abejas, vivir omnipresentes en las almas de sus súbditos. Dee había indagado durante décadas todas las derivadas del futuro posible y había llegado a una visión tan sólida como la roca: el Imperio Británico sería un imperio líquido. Londres, a partir de Elizabeth, iba a convertirse en la capital de los siete mares durante los siguientes mil años. Elizabeth, la reina virgen, solo casada con su bandera, enviaría a sus naves a enseñorearse del mar por, según Dee, expreso deseo del mismísimo Poseidón.



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En el texto hay: ciencia ficcion, ocultismo, era victoriana

Editado: 21.02.2018

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