Mire primero a ambos lados de la calle para asegurarme de que no había nadie y, en efecto, al igual que casi todos los días estaba desolada. Me acerque con precaución hasta la cerca mirando hacia el solitario columpio, pero no logre ver al extraño por ningún lado. Pensé en llamarlo pero no me parecía apropiado así que al final me decidí por seguir mi camino a casa.
—¿Por qué? —la pregunta me hizo voltear de una vez.
Él estaba allí, sentado en aquel columpio de cadenas oxidadas, mirándome con el rostro hundido en la penumbra.
—¿A qué te refieres? —pregunte aun desconcertada.
—Vienes cada día a verme, para luego salir huyendo, ¿Por qué?
¿Por qué lo hacía? Sentía curiosidad, era verdad, pero también tenía miedo.
—Yo… —no quería confesar que temía de él—, no lo sé. ¿Qué haces aquí cada día, solo?
—Es a donde pertenezco, a la soledad. No puedo irme ni puedes quedarte, por eso debes irte.
Entonces se levanto y se oculto detrás del árbol.
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Editado: 25.01.2019