Tomemos un café

VAMOS POR UN CAFE

Dejó al último abuelo acostado en su cama, sin me molestarme en saludar a mi compañera, ya que por su falta de responsabilidad me ha retenido en el trabajo hasta casi una hora y media, después el horario habitual, por segunda vez está semana.

Camino hacia la salida del geriátrico Hogar de la Serenidad, y mi mente comienza a preocuparse por el largo camino de regreso a mi casa. Las noches de invierno cómo está me llenan de inquietud, especialmente al recorrer las calles de tierra desoladas y mal iluminadas. La oscuridad parece engullir todo a mi alrededor, y la soledad es casi palpable.

Miro hacia arriba y veo la única luz que hay, la de una farola antigua, cuya bombilla amarillenta parece haber sido colocada allí décadas atrás. Su luz débil y parpadeante parece un susurro del pasado, un recordatorio de que el tiempo no ha pasado por este lugar.

Acelero mi paso cuando notó una sombra sospechosa a mi espalda, una silueta oscura que no corresponde a mi propia figura. La mía está justo frente a mi, proyectada con precisión en el suelo por la luz de la luna, que ilumina este tramo de camino con una claridad etérea. Me giro rápidamente, mi corazón latiendo con anticipación, para ver si hay alguien siguiéndome. Pero no hay nadie.

La noche parece cerrarse sobre mí, la oscuridad se vuelve más densa. El silencio es opresivo, solo roto por el sonido de mis pasos y la respiración agitada.

—Vamos por un café —Susurraron en mi oído, su voz baja y cercana haciendo que mi corazón se detuviera.

Di un salto en el lugar, mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente pudiera procesar lo que había escuchado. Me gire rápidamente, viendo a todos lados con una mezcla de miedo y confusión. Mis ojos escudriñaban la oscuridad, buscando una figura, una sombra, cualquier cosa que explicara la voz.

Me aferro con fuerza a la manija de mi mochila, como si ese simple gesto pudiera protegerme de la amenaza invisible. Me sentí ridícula, como una niña que se tapa con las sábanas para protegerse de un monstruo. Pensamientos lógicos inundaron mi mente, intentando calmar mi ansiedad.

—Esto es absurdo —me dije a mi misma —No hay nadie aquí. Es solo mi .

imaginación. Pero la voz seguía resonando en mi mente, como un eco que no quería desaparecer.

Comencé a correr como alma que lleva el diablo con una desesperación que parecía consumirme. Mis pies golpeaban el suelo frenéticamente, como si la velocidad pudiera alejar el miedo que me perseguía. La oscuridad parecía cerrarse sobre mí, pero finalmente llegué a una calle asfaltada.

La luz artificial me envolvió como un abrazo protector, trate de tranquilizarme, de calmar mi respiración agitada. Camine con rapidez, viendo a todos lados, sintiéndome paranoica, como si esperara que algo saliera de las sombras. Pero no lograba olvidar el sonido de esa voz. La conocía, pero no era posible.

Unos cuantos minutos más tarde, llegué a casa, refugiándome en la seguridad de mis cuatro paredes. Cerré la puerta detrás de mí y me apoyé en ella, sintiendo cómo la tensión comenzaba a disiparse. Hice la rutina de todas las noches, intentando encontrar calmante en la normalidad: me quité los zapatos, colgué la chaqueta y me dirigí a la cocina para prepararme un té.

Justo cuando estaba empezando a relajarme, el teléfono sonó. El identificador de llamadas mostraba el número del geriátrico. Tomé la llamada, extrañada, ya que no era común que eso sucediera. Mi corazón comenzó a latir con anticipación, como si presintiera que algo no estaba bien.

—El abuelo de la cama ocho, el señor Martin de ochenta y cinco años, falleció —dijo la voz al otro lado de la línea.

Un escalofrío me recorrió la espalda, y la garganta se me secó instantáneamente. Pero en lugar de miedo, sentí una oleada de tristeza y alivio. Entonces lo supe: la voz que había escuchado en la oscuridad no era una amenaza, sino un adiós.

La conexión se hizo en mi mente: —vamos por un café —era la frase que el señor Martin siempre me decía cuando lo ayudaba a levantarse. Era su manera de pedirme que pasara tiempo con él, y aunque le prometí tantas veces que un día lo llevaría fuera por ese café, nunca pude cumplir mi promesa.

En los momentos que tenía un tiempo libre, nos sentamos en la mesa del comedor común, el geriatrico desaparecía y solo eramos nosotros dos, sumergidos en nuestra pequeña fantasía. Él saboreaba su mate cocido, disfrutando de cada sorbo con deleite y yo mi delicioso té.

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En el texto hay: paranormal, paranoia

Editado: 20.10.2024

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