El sentimiento de vacío le embargaba todo el cuerpo. Admiró fijamente la enorme puerta con aquellos extraños tallados. Por más tiempo que pasara con el anciano, nunca llego a reunir el valor suficiente para preguntarle que significaban.
Aun así, se sentía triste, no quería dejar... ni siquiera sabía cómo se llamaba aquel lugar. Pero él tenía una palabra para definirlo: ‹‹Hogar.›› Ese había sido el único lugar donde se sintió vivo, listo, eficaz, feliz. No quería dejarlo. Pero sabía que tenía que hacerlo. Su madre lo estaba esperando en Ciudad Miller y necesitaba hoy más que nunca de su hijo.
Eso se lo hizo entender el anciano, cuando tuvo de nuevo la pesadilla en donde su madre le decía que tenía que haber muerto él en vez de su hermano. En esa otra ocasión, su maestro lo descubrió todo sudoroso y ya teniéndole más confianza, le confió su sueño.
Morihei se llevó una mano a su extensa barba plateada, todo se mantuvo en silencio por varios minutos.
—Lo que tú sientes, sin temor a equivocarme, es culpa.
—¿Culpa? —le respondió sin comprender a la conclusión que había llegado el anciano.
—Sí, culpa, y de aquella que te carcome por dentro. Esa culpa, donde aunque no quieres admitirlo, en tu interior, llegas a pensar que tú podrías haber hecho más por tu madre, podrías haberla ayudado a superar su crisis, en vez de alejarte y sentirte rechazado. Eso es lo que sientes, culpa por no haber ayudado a tu madre.
Las lágrimas afloraron y resbalaron por su rostro. Ahora que escuchaba la respuesta de alguien más, comprendió que verdaderamente era culpa, ¿Cómo había sido tan ciego?
Busco una respuesta en su mente, la cual nunca acudió. Lo que si llegó a comprender le valió que una sonrisa apareciera en su rostro. Tal vez no encontraría jamás una respuesta clara a su pregunta, o posiblemente estaba realizando mal la pregunta. Comprendió que no debía preguntarse ¿Cómo había sido tan ciego? Sino más bien ¿Qué haría para solucionar su error? Aun tendía tiempo para solucionar las cosas, aun contaba con suficiente tiempo para ayudar a su madre. No lo haría solo para dejar de sentir culpa, sino porque la amaba y ella en más de una ocasión le demostró el amor que sentía por él. Con ese pensamiento en su cerebro, comprendió que solo tenía que demostrarle todo el amor que sentía por ella, si lo hacía y con el pasar del tiempo, su madre podría volver a ser la misma.
Esa fue la primera ocasión que abrazo al anciano, agradecido por haberle ayudado cuando más lo necesitaba. Cuando se alejó, le cogió desprevenido el observar un semblante de sorpresa en el arrugado rostro de su maestro. Aquello le dejo ver algo. Morihei Choi hacía años que no recibía una muestra de cariño y agradecimiento.
Aquel recuerdo solo sirvió para acentuar su tristeza volviendo más grande el vació que embargaba su pecho, aunque también le ayudo a darse cuenta que no quería abandonar a su anciano maestro. No había sido como un padre, porque si lo comparaba con su verdadero progenitor, sería un insulto para Morihei. Había sido más bien, alguien que lo ayudo en sus peores momentos, aquel que no se rindió tan fácil cuando todo a su alrededor no era más que oscuridad, cuando todos le habían dado la espalda.
—Debería venir conmigo, yo podría dormir en la sala, mientras usted duerme en mi habitación. Si mi padre lo intenta echar, podríamos levantar un muro, para que no entre en su habitación. —Le ofreció a la desesperada. Ya no le quedaban más argumentos con los cuales convencer al anciano.
Morihei solo había sonreído. Se encontraba en la entrada de su hogar, había ido para despedirse de su alumno.
—Aprecio tu ofrecimiento. Pero debo declinarlo. Este —señaló su puerta—, es mi hogar, y siempre estará abierto para cuando quieras volver.
Sus pies se movieron de manera automática, los encaminaron hacia el anciano, sus brazos se abrieron y acogieron en un abrazo aquel frágil cuerpo. Por más que la busco y pensó no encontraba otra manera de agradecerle todo lo que hizo por él. Se separaron.
—Volveré, es una promesa. Tal vez no mañana, tal vez no el siguiente mes, pero volveré —el anciano asintió satisfecho por la promesa. Levanto un dedo arrugado.
—Casi lo llego a olvidar, esto estaba entre tus cosas cuando llegaste a este lugar —había conseguido rescatar sus jeans azules, también su camiseta negra y la chaqueta oscura, aunque buscando no levantar sospechas, decidió cortar las mangas restantes, reduciendo su camiseta a una simple playera y su chaqueta a un chaleco de cuero. Sus guantes se habían encogido cuando se secaron. El anciano le regalo unas zapatillas blancas que le quedaban perfectas.