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No planeaba ir a la fogata.
Nico insistió, como siempre. Dijo que necesitaba “sacarme de mi cueva”, y que “tal vez cierta chica iba a estar ahí”.
Yo fingí no saber de quién hablaba. Pero lo sabía.
Desde que la saqué del agua, Lía no se me iba de la cabeza. Tenía esa mezcla imposible de fuerza y fragilidad. Una tormenta envuelta en calma.
Y cuando llegué y la vi junto al fuego, con el viento despeinándole el pelo y esa mirada curiosa… supe que no iba a poder mantenerme lejos.
—Así que te creés dueño de la playa —me dijo, con esa ironía que le sale tan natural.
No lo pude evitar: sonreí.
Porque Lía no era como las demás. No le impresionaban mis bromas ni mi silencio. Me desarmaba sin siquiera intentarlo.
Mientras todos reían y bailaban, ella se sentó cerca del fuego. Yo me acerqué sin pensarlo demasiado.
Hablamos poco. No hacía falta más. Cada pausa decía lo que ninguno se animaba a decir.
En un momento, nuestras manos se rozaron.
Un segundo.
Un contacto tan leve que cualquiera podría haberlo pasado por alto.
Cualquiera, menos yo.
Sentí electricidad, fuego, y algo que no supe nombrar.
Ella me miró, pero no apartó la mano.
Y ahí entendí que estaba perdido.
No por lo que dijo.
Sino por todo lo que calló con esa mirada.