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No sé si fue casualidad o destino, pero cuando levanté la vista, él estaba ahí.
Caminando hacia mí, con esa calma que solo él tiene, como si el mundo no pudiera tocarlo.
El viento le despeinaba el pelo, el sol caía detrás de su espalda, y por un instante me olvidé de respirar.
Lo último que quería era volver a sentir eso.
Y sin embargo, ahí estaba, temblando como si el mar se hubiera metido en mis venas.
—Hola —dijo, con esa voz grave que parecía romper el silencio.
—Hola —contesté, más suave de lo que planeaba.
Caminamos un rato sin decir nada. El sonido de las olas lo llenaba todo.
Hasta que habló.
—No pude dormir anoche.
—Yo tampoco.
Lo dije sin pensar. Y cuando lo miré, su sonrisa fue leve, pero suficiente para desarmarme.
—Fue raro —continuó—. Lo de anoche, digo.
—Sí —susurré—. Raro.
Y hermoso.
Y peligroso.
Y todo lo que no me animaba a decir.
Nos detuvimos frente al mar.
Él me miró, y fue como si el mundo se encogiera a ese punto exacto entre nosotros.
—No sé qué estamos haciendo, Lía —dijo—. Pero no quiero dejar de hacerlo.
Sentí que el corazón se me detenía.
Podría haber dado un paso atrás. Podría haber dicho que no, que esto no tenía sentido.
Pero en cambio, di un paso hacia él.
El mar rugió detrás. El viento se enredó entre nosotros.
Y por un momento, el verano fue solo eso:
dos personas intentando detener una tormenta que ya era inevitable.