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Nunca fui bueno con las palabras.
Y, sin embargo, con ella todo parecía tener sentido incluso cuando el silencio lo decía todo.
Esa tarde en la playa todavía me da vueltas en la cabeza.
El viento, el olor a sal, las risas lejanas… y Lía, mirándome como si hubiera esperado ese momento toda su vida.
No sé qué pasó, ni en qué segundo el mundo dejó de girar y solo quedó ella.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí que me rompía por dentro.
No porque doliera, sino porque algo viejo, algo que tenía encerrado hace años, se soltó.
Y fue tan real que me asustó.
—No sé qué estamos haciendo —le dije, intentando parecer tranquilo, pero mi voz tembló.
Ella sonrió apenas, con esa calma que siempre me desarma.
—Entonces no pienses. Sentí —respondió.
Y lo hice.
Por primera vez en mucho tiempo, bajé la guardia.
Dejé que la corriente me llevara, aunque sabía que podía ahogarme.
El mar estaba tibio, las olas suaves, y ella avanzó hasta que el agua le llegó a las rodillas.
La seguí sin pensarlo.
Estaba a unos pasos detrás, observando cómo la luz del atardecer pintaba su piel dorada.
Había algo mágico en ella, algo que no podía explicar.
No era solo su forma de moverse, era la energía que emanaba, como si llevara el verano adentro.
Lía giró apenas la cabeza.
—¿Siempre mirás así? —preguntó con una sonrisa entre coqueta y curiosa.
No supe qué decir.
—Solo cuando no quiero olvidar.
Ella rió, y ese sonido se me quedó grabado.
No era una risa fuerte, era de esas que parecen salir del alma, suave, honesta.
Caminamos un rato sin hablar, con las manos rozándose apenas, como si el universo jugara con nosotros.
Hasta que nuestros dedos se encontraron, y sin pensarlo, se entrelazaron.
Ahí entendí que ya estaba perdido.
No sabía si esto era una historia que empezaba o una que estaba destinada a doler, pero en ese instante no me importó.
Porque por primera vez en años, me sentí vivo.
No vacío, no confundido. Solo vivo.
Nico siempre dice que soy de los que se alejan antes de encariñarse, que tengo miedo a quedarme.
Tal vez tenga razón.
Pero Lía tenía algo que desarmaba cualquier defensa.
No buscaba impresionarme, no necesitaba hacerlo.
Solo era ella, con su caos, su forma de hablar del cielo como si lo entendiera, su manera de hacer que todo parezca posible.
Cuando nos sentamos sobre la arena, el sol ya estaba cayendo.
Ella dibujaba algo en la orilla con los dedos.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Nada. O tal vez un principio —respondió sin mirarme.
Un principio.
Esa palabra se me clavó como una promesa.
No sé si tengo derecho a empezar nada.
No sé si merezco una historia después de todo lo que dejé atrás.
Pero cuando ella me mira, todo lo que soy parece suficiente.
Y ese es el peligro más grande de todos.
Mientras el cielo se teñía de naranja y violeta, pensé que si el verano tuviera un rostro, sin duda sería el de ella.
Y que, si la vida me daba solo un momento para quedarme, sería este.
El instante en que Lía y yo, tomados de la mano, parecíamos desafiar al tiempo.
Porque algo me dice que si la dejo ir, no va a haber otro verano igual.