-
-
No pasó nada.
Y eso fue lo que más me dolió.
No hubo pelea. No hubo gritos. No hubo una frase que rompiera el aire.
Solo silencio.
Primero fue Leo tardando en responder. Después, mensajes cortos. Después, directamente nada.
Y yo ahí. Con el celular en la mano. Esperando algo que no llegaba.
La noche anterior me fui a dormir con su voz todavía rondándome la cabeza, y hoy desperté sin ella. Abrí los ojos esperando un mensaje suyo.
Nada.
Ivy estaba en la cocina cuando bajé, con un mate en la mano y cara de haber dormido poco.
—¿Te respondió? —preguntó sin rodeos.
Negué.
—Raro —murmuró.
No dije nada. Porque no era raro. Era conocido. Era ese mismo patrón que tenía la forma de Leo cuando algo lo desbordaba: desaparecer.
Me senté frente al mar más tarde, sola. El viento estaba más fuerte que otros días. O capaz yo estaba más frágil.
Miré la orilla. Ese mismo lugar donde nos habíamos prometido sin decir nada. Ese mismo lugar donde me había mirado como si yo fuera algo que valía. Ese mismo lugar donde ahora… él no estaba.
Saqué el celular. Escribí.
“¿Está todo bien?”
Borré.
Escribí otra cosa.
“Si hice algo mal, decímelo.”
Borré también.
Porque no quería parecer débil. Pero tampoco quería parecer indiferente.
Y eso era lo peor:
yo no sabía cómo ser sin él.
Al atardecer lo vi. De lejos. Con Nico.
Mi corazón dio un salto automático. Como si todavía creyera que iba a volver corriendo hacia mí.
Pero no.
No me miró.
No me buscó.
Pasó como si yo fuera parte del paisaje.
Como si no hubiese existido anoche. Como si su voz no hubiera estado susurrando mi nombre hasta dormirme.
Las manos me empezaron a temblar. No de frío. De bronca. De miedo. De tristeza mezclada con una cosa que ardía adentro.
Ivy apareció a mi lado.
—Eso no está bien —dijo en voz baja.
—No… —respondí—. No lo está.
Esa fue la noche en que entendí algo horrible:
que el silencio también lastima. que no contestar es también una respuesta. que a veces no te abandonan yéndose…
sino quedándose lejos.
Subí a mi habitación con un nudo en la garganta.
No lloré.
No todavía.
Me tiré en la cama con el celular sobre el pecho, mirando el techo como si ahí estuvieran todas las respuestas que Leo no me daba.
Quería escribirle. Gritarle. Llamarlo. Correr a buscarlo.
Y no hice nada.
Porque una parte de mí tenía miedo de que si hablaba…
iba a confirmar lo que más miedo me daba pensar:
Que él ya se estaba yendo.
Y yo ni siquiera sabía por qué.
Mientras afuera el verano seguía igual, riéndose de mí…
yo sentía que algo se estaba rompiendo despacito.
Sin ruido.
Pero profundo.