-
-
Yo no me estaba alejando porque no me importara.
Me estaba alejando porque me importaba demasiado.
El problema es que Lía no sabía eso.
Nadie sabía.
La tarde que todo empezó fue una mierda.
Estábamos con Nico en la playa y me llegó un mensaje que me desarmó por dentro.
De mi padre biológico
“Volví. Después hablamos.”
Esas dos palabras me tiraron de golpe a años que no quería recordar. A silencios, promesas rotas, desapariciones sin explicación.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi cabeza.
Rabia. Nudo en la garganta. Ganas de romper todo.
Nico se dio cuenta.
—¿Todo bien?
—Sí —le mentí.
Pero no estaba bien.
Porque cuando mi padre vuelve a aparecer… yo desaparezco.
Siempre fue así.
Esa noche, cuando vi a Lía… quise acercarme.
Juro que quise.
Pero no pude.
Porque no quería traerle mi caos. No quería que conociera esa versión de mí que no sé manejar. No quería que se quedara… y después se fuera como él.
Así que hice lo único que sé hacer cuando tengo miedo:
me cerré.
Fui más frío. Más distante. Más incorrectamente correcto.
Y cada vez que la veía mirarme como si yo fuera otro…
me odiaba un poco más.
Un día la escuché reír desde lejos.
Y sentí que me estaba perdiendo algo que todavía no había terminado de tener.
Eso me quemó.
Esa misma noche, la vi salir sola de la playa. Caminar rápido, con los hombros tensos, como si quisiera huir.
Algo adentro mío gritó:
Ahora o nunca.
La seguí.
—Lía.
No se dio vuelta.
—Lía, esperá.
Se detuvo.
Giró.
Y en su cara estaba todo:
tristeza
confusión
bronca
dolor
—¿Qué querés? —me dijo—. ¿Ser educado otra vez? ¿O hacer como que no pasa nada?
—No es eso…
—Entonces decime QUÉ es —alzó la voz—. Porque no soy adivina, Leo.
Tragué saliva.
—Yo… estoy hecho un lío.
—No —dijo—. Vos me estás dejando afuera.
Y eso fue peor que cualquier grito.
—No quiero meterte en mis problemas —confesé.
—O sea que… ¿tu solución es hacer como si yo no existiera?
Negué, desesperado.
—No… yo solo… no quiero arruinarte.
Ella se rió sin risa.
—¿Arruinarme? Leo, ya lo estás haciendo.
Eso me partió al medio.
Pero no supe qué responder.
Y ahí fue cuando su cara cambió.
De triste a herida.
De herida a furiosa.
Y su voz tembló de una forma distinta.
No débil.
Rota.
Y supe que la tormenta…
apenas estaba empezando.