Querido, Albert:
Hoy he dado el primer paso para ir en tu búsqueda. Estoy en un barco a Skellige. Me muero de ganas de verte.
Y sin embargo a Eve era lo que menos ilusión le hacía. El objetivo de su viaje era encontrar a Albert, pero no podía evitar sentirse entusiasmada por todas las aventuras que iba a vivir: cuidar de un rey y conseguir nuevos materiales para sus investigaciones. Además, la universidad le había prestado un montón de libros.
Eve sintió una punzada de culpabilidad. Otra vez sus investigaciones la alejaban de quienes más querían. Olgried y Vlodimir ya habían alquilado la casa y las tierras a unos campesinos ricos. Partirían tres días más tarde que Eve. La despedida en el puerto de Novigrado le había roto el corazón a Eve.
Vlodimir había intentando mantenerse sereno, pero no engañaba a nadie bajo esa fachada. Estaba aterrorizado. Por el contrario, Olgried no había disimulado las lágrimas y había abrazado con Eve con fuerza.
—Toma esto, hermana. —Le tendió un amuleto con una esmeralda—. Perteneció a Madre. Es para que nos tengas siempre en tus pensamientos. No dejes que nadie se interponga en tu camino, Eve —le susurró.
—Ni tú en el tuyo. Ni un Nilfgaardiano con cabeza.
Vlodimir tampoco pudo con la emoción y había abrazado a sus hermanos con fuerza. Eve había subido al barco entre promesas de escribir casi a diario. Con tantas cartas que tenía que mandar a penas iba a tener tiempo de tratar al rey.
Eve se enjugó las lágrimas. Estaba sentada en un rincón de la cubierta del barco, escribiendo un diario para Albert. Soñando con el día en que pudieran verse de nuevo. ¿Sería todo tan idílico como en su cabeza o discutirían como la última vez que se habían visto?
Eve se levantó y fue hasta donde uno de los mercenarios que le protegían estaba atando las velas al mástil. Lo único que sabía de él era que se llamaba Knutt. Era un hombre medio calvo y muy delgado, pero con los músculos definidos.
—¿Cuánto queda de viaje? —El mercenario la ignoró—. ¿Hola? ¿Me estás escuchando?
—No —dijo una voz detrás de ella. —Es sordo.
Thormund era su otro acompañante. Mucho más corpulento que Knutt y bastante más aterrador. Eran las primeras palabras que Eve le oía decir.
—¿Cuánto queda para llegar? —Thormund se encogió de hombros.
—A mí me pagan por protegerte, no por saber cosas.
Eve frunció el ceño y se fue de allí. Le esperaba un viaje muy largo sin nadie con quien hablar. Deseó con todas sus fuerzas que no todos los habitantes de Skellige fueran tan rudos y serios.
***
Hjalmar suspiró cuando el quinto de los aspirantes para la caza de los monstruos apareció. Era un muchacho alto y corpulento, pero demasiado engreído para caerle bien, y mucho menos a su padre. Cuando habló de sí mismo como “el próximo rey de Skellige”, Cranch lo echó de su fortaleza.
El siguiente hizo una demostración de sus artes con la esgrima utilizando uno de los muñecos de entrenamiento. Era bueno. Sin embargo, ni los monstruos se estaban quietos ni se podían combatir con su ridícula espada de madera. Al parecer Cranch se aburría tanto como su hijo, porque se inclinó en su oído y le dijo:
—Noticias del tío Bran. Ya tiene curandera. Dicen que es un genio.
—Entonces el número cinco no será rey pronto.
—¿Contra ti y Cerys? Ni siquiera Svanrige tiene alguna posibilidad.
Svanrige era el hijo de Bran, al que a menudo Cerys y él olvidaban de meter en su lucha por el trono. Hjalmar cada vez tenía más claro que era un rival a considerar. Aunque no era ni inteligente ni demasiado fuerte, tenía la sangre de su padre. Bran había sido un buen gobernante y los jarls de Skellige estaban muy dispuestos a seguir así para toda la eternidad. Lo que Cerys y Hjalmar ofrecían quizá era demasiado novedoso.
—¡Ya he terminado! —gritó el sexto aspirante.
En ese momento, la habitación se sumió en el silencio. Detrás de él apareció una figura vestida de negro. Sobre su hombre asomaban las empuñaduras de dos espadas. Una de ellas relucía con el resplandor de la plata. Solo una clase de guerrero utilizaba un arma como aquella.
El sexto aspirante se sintió intimidado por los ojos naranjas y la cicatriz de ese hombre. Salió corriendo sin mirar atrás. El brujo sonrió con suficiencia. Cranch se levantó de su asiento y se acercó al recién llegado.
—¡Por fin! Un brujo de verdad.
Hjalmar lo examinó con cautela. Era tan solo un poco más alto que su padre y su pelo negro empezaba a escasear. Su nariz aguileña le daba el aspecto de ser demasiado serio. Así eran los brujos, se dijo Hjalmar.
—He oído que tenéis un contrato por unos sumergidos.
—¿Sumergidos? —preguntó Hjalmar.
—Paseaba por la zona cuando he visto sus huellas adentrándose en el mar. Y el hedor. Puaj. Asqueroso.
—¿Podrás solucionarlo?
—Pues claro. Parece un nido bastante grande, pero los sumergidos son fáciles de matar. Lo complicado será encontrar dónde se ocultan.