Torres de Hielo y Fuego

Capítulo 5 – El peso de las palabras no dichas

Saera se encontraba de camino al campo de entreamiento, sus pasos dejaban huellas profundas en la nieve fresca, y el aliento se escapaba de sus labios en pequeñas nubes blancas.
Pero esta vez, no estaba sola.
Vaelric Kaelthorn se alzaba en el centro del campo, sin armadura, solo una túnica de cuero y una espada desnuda en la mano. El acero brillaba con un tono azulado bajo la luz tenue del norte, y sus ojos grises la observaron acercarse con la misma intensidad de siempre.
—Llegas tarde —dijo, sin reproche, solo constatando un hecho.
—Cinco minutos —replicó Saera, deteniéndose frente a él—. Y no sabía que entrenarías conmigo hoy.
—Ser Aldric dice que has progresado. Quiero verlo por mí mismo.
Había algo distinto en su voz. No la formalidad habitual, sino algo más personal. Como si esta sesión fuera más que simple entrenamiento.
Saera desenvaínó su espada, el sonido del metal cortando el aire matutino. El arma que le había dado seguía siendo pesada, extraña en sus manos acostumbradas al acero sureño, pero ya no la sentía como un enemigo.
—¿Sin armadura? —preguntó, notando que él tampoco llevaba protección.
—El hielo no perdona errores. Mejor aprender a no cometerlos.
Sin más advertencia, Vaelric atacó. Su estocada fue rápida, calculada, dirigida a desarmarla más que a herirla. Saera reaccionó por instinto, parando el golpe con un movimiento que había practicado cientos de veces. El choque de los aceros resonó en el patio silencioso.
—Bien —murmuró él, retrocediendo—. Otra vez.
Esta vez, Saera atacó primero. Una serie de movimientos fluidos que había aprendido en Drachenhold, elegantes pero letales. Vaelric los bloqueó todos, pero tuvo que esforzarse más de lo que esperaba.
—Tu forma es demasiado refinada —dijo mientras esquivaba una estocada—. Aquí no luchamos en salones de baile.
—¿Ah, no? —Saera sonrió con sarcasmo mientras presionaba con una nueva serie de ataques—. Porque pareces estar danzando bastante bien.
Por primera vez desde que lo conocía, Vaelric sonrió. No fue mucho, apenas una curvatura en la comisura de sus labios, pero fue suficiente para que Saera perdiera la concentración por un segundo.
Él aprovechó la distracción. Con un movimiento fluido, enredó su espada con la de ella y la desarmó, dejando que el arma volara por el aire y se clavara en la nieve a varios metros de distancia.
—Y ahí perdiste —dijo, con la punta de su espada rozando apenas la garganta de Saera.
Ella no retrocedió. Lo miró directamente a los ojos, el pecho subiendo y bajando por el esfuerzo, pero sin un ápice de derrota en su mirada.
—¿Perdí? —murmuró.
Antes de que él pudiera reaccionar, Saera se movió. No hacia atrás, sino hacia adelante, dentro del alcance de su espada. Una mano se cerró sobre la muñeca que sostenía el arma, mientras la otra se apoyaba en su pecho, empujándolo ligeramente fuera de equilibrio.
Por un momento, estuvieron tan cerca que pudo sentir el calor de su cuerpo, oler el cuero y el hierro que siempre lo acompañaban. Sus rostros quedaron a centímetros de distancia.
—En combate real —susurró ella—, estaríamos muertos ambos.
Vaelric no se movió. Sus ojos grises la estudiaron con una intensidad que no tenía que ver con el entrenamiento.
—En combate real —dijo con voz ronca—, no estarías tan cerca.
—¿No?
El silencio que siguió fue denso, cargado de algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. El viento sopló entre ellos, llevándose el vapor de sus alientos entremezclados.
Entonces, Vaelric retrocedió. Con un movimiento controlado, bajó la espada y se alejó unos pasos.
—Suficiente por hoy —dijo, su voz recuperando la formalidad.
Saera parpadeó, como despertando de un sueño. El momento se había roto, pero su eco seguía vibrando en el aire frío.
—¿Eso es todo? —preguntó, caminando hacia donde había caído su espada.
—Por ahora.
Ella recogió su arma y se la colgó al costado. Cuando se volvió, Vaelric ya se dirigía hacia la salida del patio.
—Vaelric —lo llamó.
Él se detuvo, pero no se giró.
—¿Por qué entrenaste conmigo hoy? ¿En serio?
Hubo una pausa larga. Cuando finalmente habló, su voz era apenas un murmullo que el viento casi se llevó.
—Porque quería saber si eras capaz de defenderte.
—¿De quién?
Esta vez sí se volvió. La miró con esos ojos que parecían contener todos los inviernos del norte.
—De cualquiera que trate de llevártela de aquí.
Y se marchó, dejando a Saera sola en el patio, con el corazón latiendo más fuerte que durante toda la lucha.
Esa noche, Saera no pudo dormir.
Se había acostado temprano, agotada por el entrenamiento y por pensamientos que se negaban a ordenarse, pero el sueño la eludía. Una y otra vez, su mente regresaba al momento en el patio, a la proximidad, a las palabras de Vaelric.
“Cualquiera que trate de llevártela de aquí.”
¿Qué había querido decir exactamente?
Se levantó, se envolvió en una capa y salió al pasillo. Los corredores de Frostgard por la noche tenían una cualidad fantasmal, iluminados apenas por antorchas esporádicas que proyectaban sombras danzantes en las paredes de piedra.
Sus pasos la llevaron, casi sin pensarlo, hacia el ala este. Hacia la habitación donde había contado la historia del dragón a Eren.
Pero al doblar la esquina que llevaba a esos aposentos, se detuvo en seco.
Había luz bajo la puerta de otra habitación. Y voces. Una grave, familiar. Otra más aguda, infantil.
Vaelric y Eren.
Saera se acercó sin hacer ruido, no para espiar, sino porque algo en el tono de la conversación la atrajo. Había una suavidad en la voz de Vaelric que nunca había escuchado antes.
—…y entonces mamá decía que los lobos cantaban a la luna porque recordaban cuando eran estrellas —estaba diciendo Eren.
—¿Y tú qué crees? —preguntó Vaelric.
—Creo que cantan porque están solos. Como yo, a veces.
Hubo un silencio. Saera tuvo que contener el aliento.
—¿Te sientes solo, hijo?
—A veces. Cuando tú estás ocupado con los señores y las espadas y… y cuando echo de menos a mamá.
Otro silencio, este más largo.
—Yo también la echo de menos —dijo finalmente Vaelric, y su voz sonaba rota—. Todos los días.
—¿Pero ya no estás triste?
—Sí estoy triste. Pero he aprendido a cargar esa tristeza sin que me aplaste. Como los lobos cargan el invierno. Es parte de lo que somos.
Saera cerró los ojos. En esas palabras había más dolor del que Vaelric había mostrado nunca.
—Papá —dijo Eren después de un momento—, ¿la señora Saera se va a ir?
La pregunta fue como una puñalada. Saera se tensó, esperando la respuesta con una ansiedad que no se atrevía a examinar.
—No lo sé —respondió Vaelric con honestidad—. Ella… no pertenece a este lugar. Su fuego es del sur, de tierras más cálidas. Puede que el invierno la ahuyente.
—Pero a mí me gusta —dijo Eren con la franqueza de los niños—. Cuenta historias bonitas. Y huele a flores, no a hierro como los soldados.
Vaelric rió suavemente, un sonido que Saera nunca había escuchado antes.
—Sí. A mí también me gusta.
Las palabras fueron dichas tan bajo que Saera casi no las escuchó. Pero las escuchó. Y sintió como si algo cálido se expandiera en su pecho, derritiendo hielos que ni siquiera sabía que tenía.
Se alejó en silencio, regresando a su habitación con el corazón lleno de una nueva comprensión.
Vaelric Kaelthorn no era solo el Señor del Invierno, el lobo implacable que todos temían.
Era un hombre que había perdido a la mujer que amaba, que criaba solo a un niño que lo necesitaba, y que había encontrado en ella algo que no se atrevía a nombrar por miedo a perderlo también.
Y por primera vez desde que llegara a Frostgard, Saera se dio cuenta de que ella tampoco quería irse.
El fuego de los Veyndral había encontrado un hogar en el hielo del norte.
Ahora solo quedaba saber si ese hogar podría durar




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