Torres de Hielo y Fuego

Capítulo 6 – Verdades bajo las estrellas

Los días que siguieron después de la visita nocturna de Eren transcurrieron con una extraña quietud, como si Frostgard misma contuviera el aliento esperando que algo se definiera. Saera se encontraba en una especie de limbo emocional, consciente de que había cruzado una línea invisible pero sin saber exactamente hacia dónde la llevaría ese paso.

Sus rutinas continuaron: entrenamientos matutinos, comidas en el gran salón, tardes en la biblioteca o caminando por las murallas. Pero algo había cambiado en la atmósfera del castillo. Las miradas de los sirvientes eran diferentes, como si hubieran notado algo que ella misma se negaba a reconocer completamente. Los soldados la saludaban con más respeto, y hasta Ser Aldric, que siempre había mantenido una distancia cortés, había comenzado a incluirla en conversaciones sobre las defensas del castillo.

Pero el cambio más notable estaba en Vaelric.

No es que hubiera modificado drásticamente su comportamiento hacia ella, pero había una nueva conciencia en sus interacciones, una tensión contenida que se manifestaba en miradas que duraban un segundo más de lo necesario, en su presencia durante los entrenamientos cuando antes delegaba esa supervisión, en la forma en que su voz se suavizaba ligeramente cuando se dirigía a ella. Era como si ambos estuvieran esperando que el otro dijera algo definitivo, que rompiera el hechizo de incertidumbre que se había instalado entre ellos.

La oportunidad llegó una noche, cuando Saera no pudo conciliar el sueño. Había sido un día particularmente frío, con vientos que azotaban las murallas como lamentos de los antiguos muertos, y la temperatura había descendido tanto que hasta las antorchas parecían luchar por mantenerse encendidas. Saera se había acostado temprano, agotada por un entrenamiento especialmente riguroso, pero su mente se negaba a aquietarse. Se levantó después de horas de dar vueltas en la cama, se envolvió en la capa más gruesa que tenía, y salió de su habitación. Sus pasos la llevaron casi por instinto hacia la torre del norte, ese refugio silencioso donde había encontrado paz en noches anteriores. Subió la escalera de caracol, esperando encontrar el lugar vacío como siempre, pero al llegar al último escalón se detuvo. La puerta estaba entreabierta, y por la rendija se filtraba una luz tenue.

Empujó suavemente la puerta y lo encontró. Vaelric estaba de pie junto a una de las ventanas, contemplando el paisaje nocturno. No llevaba su armadura habitual, solo una túnica de lana gruesa de color gris oscuro y una capa más ligera. En sus manos sostenía algo que Saera no pudo identificar desde la distancia.
—Pensé que podría encontrarte aquí —dijo sin volverse.
Saera se sobresaltó ligeramente, pero luego se dio cuenta de que él había escuchado sus pasos en la escalera.
—¿Sabías que era yo?
—Tus pasos son diferentes a los de mis soldados. Más ligeros. Más… cuidadosos. —Se volvió hacia ella, y Saera pudo ver que sostenía un pequeño objeto tallado en madera—. ¿No puedes dormir?
—Mi mente está demasiado despierta —admitió, acercándose lentamente—. ¿Y tú?
—Lo mismo. —Vaelric miró el objeto en sus manos—. Hay noches en que los fantasmas pesan más que otras.
Saera se detuvo a su lado, lo suficientemente cerca como para sentir el calor que irradiaba su cuerpo en contraste con el aire helado de la torre.
—¿Qué es eso? —preguntó, refiriéndose al objeto tallado.
Vaelric vaciló por un momento, como si no estuviera seguro de querer compartir esa intimidad. Finalmente, extendió la mano para que ella pudiera verlo mejor.
Era una figura pequeña, no más grande que su palma, tallada en madera de roble con detalles intrincados. Representaba a una mujer con cabello largo y ondulado, vestida con una túnica simple, con los brazos extendidos como si estuviera bendiciendo algo o alguien.
—La hice yo —dijo con voz baja—. Durante los primeros meses después de que Lyanna muriera. Necesitaba… necesitaba hacer algo con las manos para no volverme loco.
Saera observó la figura con atención. A pesar de la simplicidad de la talla, había una calidez en ella, una sensación de vida capturada en madera.
—Es hermosa —murmuró—. Puedo ver el amor en cada línea.
—Eren no sabe que la tengo —admitió Vaelric—. Creo que sería muy doloroso para él. Pero yo… necesito tenerla cerca en noches como esta.
—¿Noches como esta?
Vaelric guardó la figura en un bolsillo interior de su túnica y se volvió hacia la ventana.
—Noches en que siento que estoy traicionando su memoria al… al sentir algo por alguien más.
Las palabras cayeron entre ellos como piedras en un lago silencioso, creando ondas que se expandieron hasta llenar todo el espacio de la torre. Saera sintió que el aire se volvía más denso, cargado de una verdad que ninguno de los dos había articulado hasta ese momento.
—Vaelric… —comenzó, pero él la interrumpió suavemente.
—No. Déjame decir esto, porque si no lo hago ahora, no sé si tendré el valor de hacerlo después. —Se volvió hacia ella completamente, sus ojos grises brillando en la penumbra—. Cuando llegaste a Frostgard, pensé que eras solo otra refugiada. Alguien a quien proteger hasta que fuera seguro que siguiera su camino. Pero tú…
Se detuvo, luchando con las palabras.
—Tú trajiste algo que creí perdido para siempre. No solo para Eren, sino para mí. Trajiste la posibilidad de que estos muros volvieran a conocer la risa, de que pudiera mirar el futuro con algo más que resignación estoica.
Saera sintió que se le aceleraba el corazón, pero también una punzada de dolor.
—Pero sientes que traicionar su memoria.
—Sí. —La admisión fue simple, honesta, desgarradora—. Durante tres años, mantener vivo el dolor ha sido mi forma de honrarla. Como si dejar ir el sufrimiento significara dejar ir el amor.
Saera se acercó un paso más, lo suficiente para que pudiera ver cada detalle de su rostro en la luz tenue.
—¿Puedo contarte algo sobre el dolor?
Vaelric asintió.
—Cuando perdí mi hogar, cuando no supe si mis padres y hermanos estaban vivos o muertos… pensé que aferrarme al dolor era la única forma de mantenerlos cerca. —Su voz se quebró ligeramente—. Durante semanas, me negué a sentir cualquier cosa que no fuera ira o tristeza, como si la felicidad fuera una traición a su memoria.
Vaelric frunció el ceño, escuchando con atención total.
—Pero entonces recordé algo que mi madre solía decirme: que honramos a quienes amamos no sufriendo por ellos eternamente, sino viviendo de una manera que los haría orgullosos.
Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Saera.
—El amor verdadero no se mide por cuánto sufres después de perder a alguien. Se mide por cuánto de lo que esa persona te enseñó llevas contigo hacia adelante.
Vaelric la observó con una intensidad que la hacía sentir como si pudiera ver hasta su alma.
—¿Y qué te enseñó tu madre?
—Que el fuego solo vale la pena si calienta. Si solo quema sin dar vida, no es fuego… es destrucción. —Saera limpió las lágrimas de sus mejillas—. Creo que Lyanna te habría enseñado algo parecido.
Por un momento que pareció eterno, permanecieron en silencio. Luego, con un movimiento tan lento que Saera pudo haber retrocedido si hubiera querido, Vaelric extendió la mano y tocó suavemente su mejilla, enjugando una lágrima que había pasado por alto.
—¿Cómo es que una mujer que ha perdido tanto puede ver tan claramente lo que yo he estado negándome a ver?
—Porque a veces se necesita alguien de afuera para señalar lo que está justo frente a nosotros —murmuró Saera, sin apartarse de su toque.
—Saera… —Su voz era áspera de emoción—. No sé si soy capaz de amar otra vez como amé a Lyanna. No sé si sé cómo.
Ella sonrió tristemente.
—No tienes que amar como antes. Cada amor es único. Como cada persona es única.
—¿Y si no soy suficiente? ¿Si no puedo darte lo que mereces?
Saera alzó su mano y la colocó sobre la de él, que aún descansaba en su mejilla.
—Vaelric Kaelthorn, ¿sabes lo que me has dado desde que llegué aquí?
Él negó con la cabeza.
—Un hogar. Un lugar donde mi nombre no es una maldición ni una carga. Un niño que me mira como si fuera algo precioso. Y un hombre que me hace sentir que tal vez, solo tal vez, merezco algo más que venganza y soledad.
Las palabras parecieron golpearlo físicamente. Cerró los ojos con fuerza, como si estuviera luchando una batalla interna. Cuando los abrió, había dolor en su mirada, pero también resolución.
—No —dijo, retrocediendo un paso y retirando la mano de su mejilla—. Esto está mal.
Saera parpadeó, confundida por el cambio repentino.
—¿Qué?
—Esto. Lo que está pasando entre nosotros. —Vaelric se alejó más, poniéndose de espaldas a ella—. No debería haber dicho nada. No debería estar sintiendo esto.
—Vaelric, no entiendo…
Él se volvió bruscamente, y en sus ojos había una lucha feroz.
—Llegaste aquí huyendo, buscando refugio. Estás vulnerable, sola, dependes de mi protección. Sería… sería aprovecharme de ti.
—Eso no es cierto y lo sabes —replicó Saera, dando un paso hacia él—. Yo no soy una niña indefensa, soy…
—Eres una mujer bajo mi techo, bajo mi protección. —Su voz se endureció—. Y yo soy un viudo que ha estado solo demasiado tiempo. Que está confundiendo gratitud con algo más profundo.
Las palabras la golpearon como una bofetada. Saera se detuvo en seco.
—¿Crees que es solo gratitud lo que siento?
Vaelric cerró los ojos otra vez, el dolor evidente en cada línea de su rostro.
—No lo sé. Y ese es el problema. Ninguno de los dos puede estar seguro de lo que esto es realmente. Eres una Veyndral, Saera. Tu lugar no está aquí, en estas tierras heladas. Tienes un nombre que reclamar, una casa que restaurar.
—¿Y si no quiero esas cosas? ¿Y si quiero quedarme?
—Ahora crees que lo quieres. Pero cuando llegue la primavera, cuando el mundo se abra otra vez… recordarás quién eres realmente.
Saera sintió las lágrimas quemándole los ojos.
—¿Así que decides por mí? ¿Decides qué es lo que siento y lo que voy a querer?
Vaelric no respondió inmediatamente. Caminó hacia la ventana, apoyando las manos en el marco de piedra.
—He cometido un error —dijo finalmente, su voz apenas un murmullo—. He dejado que mi soledad nublara mi juicio. Que mis necesidades se convirtieran en algo más.
—Vaelric…
—Creo que es mejor que mantenga distancia —la interrumpió sin volverse—. Por el bien de ambos. Por el bien de Eren.
El silencio que siguió fue devastador. Saera se quedó allí, mirando su espalda rígida, sintiendo cómo se desmoronaba algo que apenas había comenzado a construirse.
—Muy bien —dijo finalmente, su voz temblando pero firme—. Si eso es lo que quieres.
Se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir, se volvió una última vez.
—Pero no te atrevas a decir que esto era solo gratitud de mi parte. Lo que siento… lo que sentía… era real. Y tú lo sabías.
Y salió de la torre, dejando a Vaelric solo con sus demonios y su dolor autoimpuesto.




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