Neurótica
Malcom
—Es monstruoso —susurro sin dejar de observar la escena, atónito. Una pelirroja llora y grita en medio de la calle, el enojo la consume por completo. Toma una piedra del tamaño de una pelota de béisbol y
la arroja contra la penúltima ventana intacta de un auto estacionado.
Ojalá que el seguro le cubra los daños al dueño del coche, porque solo le queda un vidrio en pie.
—¡Jamie! —Kansas la llama con urgencia en su voz—. ¿Qué diablos haces? —le espeta intentando acercársele.
—No te recomiendo que hagas eso —le advierte la misma rubia que estaba con ella en las gradas, antes de llegar a su lado.
No tengo ganas de aproximarme a la psicópata de las piedras, pero lo único que me falta es que le arroje una a Kansas. Seguramente Bill pintará la habitación de huéspedes con mi propia sangre si encuentra un hematoma del tamaño de una pelota en la frente de su hija.
—Jamie, escúchame —pide la castaña intentando llamar su aten- ción, pero la pelirroja es como un jodido e iracundo can: imparable y, ciertamente, terrorífico—. No sé lo que ocurrió, pero podemos arre- glarlo de forma civilizada —intenta calmarla.
—Esos vidrios no tienen arreglo —la interrumpo haciendo un ade- mán al coche—, los partió en cinco mil pedazos, Kansas. Espero que el seguro se apiade del propietario.
—No me refiero al coche, Malcom —señala lanzándome una mor- tífera mirada cargada de fogosidad—. Y no estás ayudando.
—Jamie, por fa… —intenta hablar la rubia.
—¡Es un desgraciado! —Jamie la corta antes de aventar otra pie- dra, el estruendo de los vidrios haciéndose añicos resuena en la calle vacía—. Derek Pittsburgh puede irse al infierno —escupe con cólera.
Entonces se da la vuelta para enfrentarnos y soy incapaz de ahogar el jadeo horrorizado que trepa por las paredes de mi garganta. El cabello rojizo de la chica es un nido de ratas, una maraña de pelo que no ha visto un cepillo por unos cuantos días. Su rostro es lindo, seguramente, bajo la capa de monstruoso maquillaje que tiene en este momento. La máscara de pestañas —creo que se llama así— se le corrió por toda la cara y ahora parece un mapache rabioso.
Saco mi teléfono y comienzo a presionar el número de alguna au- toridad local. Definitivamente ellos sabrán qué hacer con una chica en esta condición.
—¿Qué haces? —interroga Kansas con exasperación.
—Llamo a control animal.
—¡Malcom! —exclama antes de que la rubia me saque el teléfono con una mirada desdeñosa en sus ojos.
—Es un imbécil —solloza la pelirroja otra vez—. ¡Todos los hom- bres lo son! —grita antes de agacharse a recoger otra piedra, pero se tambalea y cae de culo a la calle.
—¿Está ebria? —pregunta Kansas antes de correr y caer de rodillas a su lado, con la rubia pisándole los talones. El alcohol podría explicar la conducta animal—. Jamie, mírame —ordena la castaña antes de quitarle la piedra de la mano—. Tranquilízate y dinos qué ocurrió.
—¡Pittsburgh, eso fue lo que ocurrió! —dice el mapache alcoholi- zado.
Mis ojos se trasladan al auto y luego a la pelirroja, me doy cuenta de que esto es consecuencia de una ruptura amorosa. Tiene que serlo. Y como toda mujer resentida, ha venido aquí a hacerle pedazos el coche.
—¿Qué te hizo Derek? —interroga la chica de buen vestir.
—Estábamos tan bien, tan malditamente bien —suspira sorbiéndo- se la nariz—. Casi llegamos a los siete meses de relación y el jueves iba a conocer a sus padres —se lamenta.
Y esto es lo que yo llamo círculo del desamor. La primera fase es re- cordar los buenos tiempos, y lo hacen una y otra vez como las mujeres masoquistas que son. Lo llamo evocación.
—Era demasiado perfecto para ser real —dice antes de limpiarse la mezcla de lágrimas y mocos con la manga de Kansas. Dios se apiade de esa camiseta—. Y fui una imbécil por creerle, por creer que sentía el más mínimo cariño por mí. —Esta es la denominada fase dos: aba- timiento—. ¿Por qué me hizo esto? ¿Por qué tuve que tragarme todas sus estúpidas mentiras?
—Derek se lo pierde, Jamie —le dice la muchacha de ojos celes- tes—. Ese chico es un completo idiota si te deja ir de esta forma —la anima, con las típicas y repetitivas condolencias que dan las mujeres.
—¿Por qué no nos dijiste que rompió contigo? —interroga Kansas en un murmuro suave.
La cabeza de la pelirroja da un giro de noventa grados y sus ojos se tornan oscuros. Tranquilamente podría audicionar para el papel de Chucky y lo obtendría sin problema alguno. Doy un paso atrás al saber que aquí viene la fase tres: la furia. Porque sinceramente no quiero estar cerca cuando el mapache rabioso tenga un ataque colérico.
—¿Romper conmigo? —escupe—. Créeme, él estaba demasiado ocupado como para romper la relación —añade.
—No —susurran sus amigas a la vez, incapaces de creer lo que están asimilando.
—Sí —prosigue Jamie—. Pero ahora sé que le preocupa más el bienestar de sus genitales que el de su propia novia, bueno, en realidad ex —apunta dejando en claro que el chico la engañó—. Tendría que haberle dado un puñetazo y haberlo mandado a volar la primera vez que dijo que Harriet era una perfeccionista obsesiva, una Barbie que ocultaba su falta de experiencia sexual tras sus estúpidos modales.
Toda expresión en el rostro de la rubia se desvanece en el segundo en que escucha las palabras de Jamie. Díganme que esa no es Harriet, porque de serlo no tendríamos una psicópata-hormonal-arroja-pie- dras, sino dos.
—¿Eso dijo sobre mí? —interroga con el enojo y la indignación di- latando sus pupilas. Puedo ver como sus fosas nasales se abren y cierran cada vez más rápido.
Mala señal.
—Derek critica a todo el mundo, no entiendo cómo me gustó en primer lugar —habla mientras intenta incorporarse—. Es una hipócri- ta, un maleducado, un... un... —Las mejillas de la pelirroja se colorean con rubor e intento descifrar si es por el alcohol o por la furia. Tal vez ambos.