Ratatouille
Kansas
—¿Una mancha de tinta es solo una mancha de tinta? —interroga la señora López al final de mi quinta clase del día—. Cuando hablamos de exámenes psicológicos, uno de los más conocidos es el de Hermann Rorschach, el cual consiste en evaluar la personalidad de una persona haciéndola observar e interpretar figuras simétricas de tinta —explica mientras se pasea por el frente de la clase y hace bailar su horrible falda gris. Creo que necesita lavarla porque la usa todos los días desde que la conozco, es como mi padre y sus pantalones deportivos—. De esta forma tal vez se pueda obtener un resumen superficial del sujeto, pistas sobre su personalidad. Sin embargo, no es tan fácil, queridos discípu- los. Se necesita una preparación previa para implementar el test en una persona y saber leerlo, porque, según Hermann, todo lo que haga el individuo debe tomarse en cuenta.
—Cómo coloca el paciente la lámina, el tiempo de latencia, si es- pecifica algo respecto al color y la forma —enumera una voz femenina por ella—. Entre otros, claramente.
Solo me basta escucharla para revivir la ira que sentí en cuanto me enteré que Pittsburgh había engañado a Jamie con ella.
—¿Ya no creen que es tan sencillo, verdad? —Nos sonríe con gracia la mujer de cabello enmarañado—. Ahora, la pregunta es si en verdad funciona esta estrategia que el viejo Hermann ingenió.
—Claro que sí, el test Rorschach puede detectar trastornos, y…
—comienza una chica al final de la fila. Alejo mis pensamientos sobre atravesar a Sierra con Excálibur.
Debo dejar de mirar La espada de la piedra con Zoe.
—Error —le espeto, interrumpiéndola—. Las personas suelen dar respuestas erróneas, por así decir, a las manchas, y muchas veces termi- namos creyendo que padecen de algún trastorno cuando en realidad no es así. Hace que los cuerdos parezcan locos —opino.
—Además, los especialistas han puesto en duda la validez del test proyectivo. —Para mi sorpresa, Sierra está de mi lado, es inédito—. No estamos diciendo que sea totalmente inútil… —agrega.
—Solo que hay otras formas más eficaces y precisas para diagnosti- car u obtener pistas sobre la personalidad de alguien —concluyo.
—Suficiente, muchachas —habla la señora López, sonriéndole con ánimos a la lívida de la última fila, la cual se ha encogido en su asiento. No sabía que Sierra y yo fusionadas tuvieras ese efecto—. Agradezco a las señoritas Montgomery y Shepard por expresar su desacuerdo, pero recuerden que cada uno debe exponer su propia opinión respecto al test —añade—. Así que leerán el capítulo veintisiete del libro de texto y luego harán un ensayo fundamentado hablando de la utilidad o in- utilidad del análisis de manchas, y lo quiero el lunes en mi escritorio.
Me cuelgo el morral al hombro y, tras salir del aula, comienzo a transitar los corredores para salir de la facultad, pero alguien decide acompañarme, sin mi consentimiento, hacia la salida.
—Creía que el día en que tú y yo actuáramos como amigas nunca llegaría —habla Sierra mientras avanza a mi lado.
—Y nunca llegará —le espeto—. Que compartamos algunos pun- tos de vista no quiere decir que somos amigas.
—¿Qué diablos te picó, Kansas? Relájate —Frunce el ceño.
—Nada me picó —replico frenándome—. Pero sé que te acostas- te con el novio de Jamie y aún no puedo quitarme de la cabeza que aceptaste ser el entretenimiento nocturno de Logan un día después de que terminamos —expreso con una mezcla de amargura y disgusto creciendo en mis adentros.
—Ustedes no terminaron, Mercury te dejó —me corrige—. Hay una diferencia.
No debería haber dicho eso.
—Mantente alejada de mí —advierto con cierto desdén. En verdad necesito que se aleje antes de hacer algo de lo que me voy a arrepen- tir—. Y puedes irte al infierno —agrego observándola fijamente.
—Nos encontraremos ahí de todas formas, Kansas —dice enco- giéndose de hombros—. Porque puede que me eches en cara todo lo que hago, pero ambas sabemos que no es mi culpa que esos chicos an- tepusieran sus intereses deportivos y necesidades antes que a sus novias.
—Tienes razón, pero tú también tuviste algo que ver con el hecho de que le partieran el corazón a Jamie.
—Y el tuyo también —me recuerda—. Y por eso me atacas, porque sabes que no puedes ir contra Logan. Así que soy tu saco de boxeo, ¿no es así? —Arquea una ceja.
—No intentes analizarme —digo con la cólera vertiéndose en mi sistema—. Porque lo próximo que analizarás será un hematoma en tu rostro.
Jamás podría golpear a alguien, aunque fuese Sierra Montomery. Todos saben que las amenazas que se dicen en un estado de enojo po- cas veces se cumplen, pero está claro que haré algo al respecto si sigue fastidiándome. Tal vez no utilice la fuerza bruta, pero estoy segura de que se me ocurrirá algo peor.
—Ahora hazme el favor y piérdete —digo antes de retomar mi camino.
Me subo al Jeep y prendo la calefacción al instante. Hace frío, tengo hambre y Sierra me ha puesto de malhumor. Mi viernes va genial.
Entonces, en cuanto observo por el espejo retrovisor para dar mar- cha atrás, veo a Bill Shepard entrando al gimnasio exactamente por las puertas que conducen a las piscinas de natación. Mi padre no trabaja los viernes y sinceramente creí que estaba en casa comenzando a coci- nar lo único que sabe hacer: salsa. Pensando que tal vez programará un entrenamiento en la piscina para la próxima semana, me dispongo a conducir, ahora con una imagen de todos sus muchachos sin camiseta y en el agua. Quiero un pase vip a ese entrenamiento. Primero, para ahogar a Logan en la pileta y segundo, para ver nuevamente a Beasley sin camiseta.
Aunque creo que debería ahogarlo a él también.
No llego a poner un pie dentro de la casa antes de percatarme de que el coche de la señora Murphy está estacionado en la calle. La agu- da y alegre voz de Zoe penetra mis oídos en cuanto ella salta del auto