—Te juro que creí que era un dragón —gritaba Patán, desesperado.
—¡Eres un lengua larga! —le dijo Brutacio, mientras que su gemela reía burlona.
—Ya nadie cree nada de lo que dices, Patán —comentó Astrid, cruzándose de brazos negando con desaprobación.
—Ésta vez admito que me equivoqué pero eso no significa que las veces anteriores fueran equivocaciones también —todos voltearon a verlo, con una ceja alzada. No le creían en lo absoluto.
Hipo sólo reía por la situación en la que el fornido chico se metió, dándole un bocado a su pieza de pollo asado.
Todos bajaron la voz cuando vieron una silueta azul acercarse a la fogata.
El ojiverde volteó a ver, y sonrió.
Elsa, que aún estaba muy insegura de estar ahí, caminó a ellos.
—Buenas noches —susurró ella, moviendo la cabeza como saludo.
—Hola... —los otros le respondieron extrañados. A excepción de Astrid, que mantenía su semblante frío.
—Ven, siéntate —Hiccup tiró a quién sabe dónde el hueso del pollo y palmeó el tronco que estaba a su lado, indicándole que ese era el lugar ideal para ella.
No sería buena idea si se plantaba en medio de los gemelos, o alado del creído de Patán.
—¿A qué debemos tu visita? No me digas que los peces huyeron —pronto Patapez empezó a pensar en lo peor, por lo que Elsa tuvo que intervenir.
—¡No, no, no! Nada de eso —rió avergonzada.
—Vino porque yo se lo pedí —dijo Hiccup, todos le prestaron atención.
—¿Y a qué? Digo, si se puede saber —la rubia vikinga se notaba mínimamente interesada, su único objetivo era hacer que esa pescadora se alejara de ellos.
—Entrenará con nosotros —el ojiverde sabía las intenciones de Astrid, por lo que contraatacó de forma pasiva.
—¡¿Qué?! —quienes estaban ahí pegaron grito al cielo. No para mal, claro.
—¡En serio! ¡Woah, jamás creí que este momento llegaría! ¡Elsa, matando a un dragón, woah! —el regordete joven ilusionado, brincoteaba de aquí para allá. Todos (menos Hiccup, obvio) sabían el enorme crush que tenía con la extranjera y no les sorprendía en absoluto su actitud.
—Creí que no te gustaba ser cazadora de dragones —comentó Brutilda, cruzándose de brazos.
—No me gusta... —susurró. Sentía mucha pena y presión, más con la penetrante mirada de cierta persona.
Era por eso que no quería venir, sus movimientos, sus palabras, su comportamiento la delatarían frente a una de los berkianos mas inteligentes y hábiles de la tribu. Era como ir a la boca del lobo.
—¿Entonces? —Brutacio ladeó la cabeza, confundido.
—Ella será una de nuestros entrenadores.
—¿Quién tomó esa decisión? —Astrid se levantó de su lugar, lista para lo que viniera.
—Mi papá —contestó Hipo, que ya empezaba a fastidiarse con su actitud.
No le quedó de otra que morderse la lengua, si Estoico lo había dicho, sí o sí se iba a cumplir, y quien no estuviera de acuerdo podía marcharse de la isla. Algo que ella no estaba dispuesta a hacer.
—Pensó que sería buena idea que se uniera al equipo, después de todo somos la siguiente generación que quedará a cargo del pueblo. Debemos estar juntos, los puestos que tienen sus padres serán de ustedes y tendrán la misma importancia que ellos la tienen para opinar y cuidar el pueblo. ¿O no estás de acuerdo, Astrid? —eso último lo gruñó.
Todos se quedaron en un silencio tan incómodo y tenso, que si tuvieran unas tijeras, podrían cortarlo de una.
La chica se levantó, vio a Elsa con un odio aterrador, y se alejó de ahí, sin soltar una sola palabra.
Cuando la vieron distante, pudieron respirar en paz, al menos la rubia pensaba así.
—Disculpa todas esas molestias, no sé qué le pasa –por fin se le vio ya más tranquilo, relajado–. ¿En qué me quedé? ¡Ah, sí! Estaremos a tu disposición con cualquier rutina que nos pongas —y le sonrió. Elsa apenas pudo devolverle el gesto, se sentía ajena a ese lugar.
—Quiten esas caras largas, hagamos esto más divertido con anécdotas estúpidas —comentó Brutacio, a lo que su hermana lo tumbó del tronco y tomó su lugar.
—Excelente idea, les hablaré de la vez que este idiota se cayó tomando un baño —pronto también terminó en el piso, su gemelo le jaló de las trenzas para callarla.
—¿Te bañas, Brutacio? ¡Milagro de los dioses! —gritó Patán, riéndose a carcajadas.
—Yo no soy un sucio jabalí como tú —se defendió el pobre rubio.
—Y dinos Elsa, ¿de dónde vienes? —preguntó Patapez, tomando un lugar cerca de ella, que amistosa lo recibió.
—De Noruega, al menos mis padres —contestó, sonriéndole.
—Con razón, sus nombres no son nada parecido a los nuestros —dijo el joven rubio, confirmando su teoría.
—Por cierto, ¿qué significa? —el ojiverde se acercó más.
—¿Mi nombre? —susurró, la cercanía no le agradaba.
—Y el de tu padre.
—La promesa de Dios y valiente guerrero —todos se sorprendieron.
—¡Wow! ¿Algún nombre para mi hermana que signifique "fea y narizona"? —recibió un codazo en el estómago.
—Somos gemelos, idiota —gruñó la otra.
—¿Y tu madre? —tan pronto como el muchacho la mencionó, todos le hicieron señas para que no continuara, a lo que Patán no entendía.
Fue un momento tenso.
—Eh, ¿chicos? –Elsa se levantó de su asiento y los vio, estaba extrañada del precipitado silencio–. ¿Por qué tan callados?
—No queríamos hacerte sentir mal contándonos algo que no nos incumbe, eso es todo...
La ojiazul rió, negando con la cabeza. Se sentó de nuevo.
—Nada de eso, no me hace mal. Ella murió cuando era pequeña, supongo que lo saben, murió aquí –todos asintieron, apenados–. Se enfermó gravemente, el único lugar donde podría salvarse era volviendo al reino de donde eran. Pero decidió que no, que era mejor así.
—¿Pero por qué? ¿Por qué preferir la muerte antes que regresar a tu hogar? —Hipo estaba entre indignado y asombrado.
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Editado: 04.12.2023