Tourner Dans Le Vide

XXXII

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Elisabeth
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En la entrada de un bosque, donde el pueblo no se atrevería si quiera acercarse, en un lugar tan tenebroso como hermoso. Una puerta de piedra se abre para dar salida a cualquier alma atrapada en una jaula de oro.

Ahora, esa alma soy yo, caminando por los pasillos de aquel pasadizo que me llevará a él, en el lugar donde una vez salimos para visitar a su madre. Ese lugar que ahora se convertiría en nuestro lugar seguro, donde podamos vernos sin que nadie se de cuenta.

Mis pasos son firmes y apresurados, la emoción y el miedo me consumían. Temía que nos descubrieran, aunque, mi padre no le interesen estos pasadizos, pues, están sucios y deteriorados. El miedo no se iba, de que pudieran descubrir lo que vamos a hacer.

¿Por qué es tan difícil amar? ¿Por qué es tan difícil simplemente ser tu misma y amar a quien quieras?, no quiero casarme con alguien y terminar arrepentida. Solo amo a un hombre, y ese hombre me ama a mi, sé que lograremos amarnos, aunque eso sea dentro de veinte años o más.

La vela se apaga y quedo en completa oscuridad, atrapante y tenebrosa. Mis ojos no logran encontrar algo, estoy varada en medio de todo. No me puedo mover, el miedo no me lo permite, quiero gritar, pero nadie me va a escuchar, no sé que hacer.

No puedo regresar, Carlos ya debe estar esperando, debo continuar, pero mis piernas no se mueven. Comienza a hacer calor, estando atrapada en este vestido me sofoco, tal vez no sea uno de gala, pero es asfixiante, todo lo que tengo en mi armario lo es.

Comienza la desesperación, no me puedo mover, quiero correr, solo debo ir derecho sin girar y así llegaré a la puerta. Pero de nuevo, mis piernas no se mueven.

Las oscuridad me tenía prisionera, mi respiración se agitó y mi pecho dolió. Un nudo en mi garganta se iba formando lentamente, las lágrimas luchaban por salir, un recuerdo vago volvió a mi memoria.

Hacer enojar a papá no era complicado, con cualquier error, una palabra, un malentendido. Con cualquier situación se enojaba. Me daba miedo cada vez que lo hacía, siempre me golpeaba, me gritaba e insultaba.

Pero ese día todo cambió, ese castigo se volvió su favorito, la oscuridad era inminente, imponente, sofocante y atrapante. La habitación era pequeña, donde una persona a penas cabía. Encerrada en aquella habitación escuchaba las palabras de aquel ser que se hacía llamar mi padre.

-¡Estarás aquí hasta que aprendas a tener modales!- sus gritos resonaban en la habitación, como si el eco de sus palabras hubiese quedado atrapado ahí conmigo.

Mi respiración se agitó rápidamente y el miedo crecía cada vez más, era como si la oscuridad me hablara y me dijera que no tengo salida, que estaré atrapada por mucho tiempo. Pronto, la desesperación también llegó, golpeaba la puerta con fuerza, rompiendo mis manos con la madera, rogaba por mi vida, gritaba con agonía.

Eso sucedía, al menos unas dos o tres veces por semana, cada vez que me metía ahí, mi alma agonizaba, era como si esa habitación se hubiese convertido en un templo lleno de demonios y cada vez que era obligada a estar ahí, esos demonios me atormentaban, porque sabían que nunca podría escapar.

Y justo ahora, en esta oscuridad, esos demonios han regresado, justo cuando creí que ya no pasaría nunca más.

Aquí nadie te escucha.
Estarás atrapada y nadie vendrá a sacarte.
Pobre alma rota, ahora ¿Quien vendrá a salvarte?

-¡No!- grité, el eco resonó en todo el pasillo para luego regresar a mi, como si una fuerza me golpeara directamente en el pecho, obligando a que respire con fuerza.

-¡Ey!- una voz masculina me sorprendió-¡Abre los ojos!

Con dificultad traté pero no podía. Las lágrimas no me dejaban siquiera pensar con claridad.

-Tranquila- sentí como tomaba mis manos y me guiaba lentamente- no temas.

Su tacto era suave, delicado, como flores en un jardín frondoso y hermoso. Después de varios pasos, nos detuvimos en frente de una pared.

-Abre los ojos Elisabeth- volvió a decir.

Pero está vez, los abrí lentamente, frente a mí estaba la puerta de salida, a un lado había una antorcha en la pared, y del otro lado estaba él. Aquel príncipe con quién estuve cerca de casarme.

-¡Félix!- mi tono era triste, mis lágrimas se convirtieron en lágrimas melancólicas.

Lo abracé fuertemente. Entre lágrimas le pedí perdón, por lo que había pasado, por no haber ido a su funeral. Porque, por mi culpa, había muerto.

Pero, al abrir nuevamente los ojos, él ya no estaba ahí, se había esfumado en el espacio, ahora estaba sola frente a aquella puerta y solo la luz de la antorcha me permitía ver.

Sentí como si mi corazón se hiciera pequeño lentamente mientras las lágrimas y mi llanto llenaban el lugar, rompiendo aquel silencio ensordecedor de aquellos pasillos.

Me levanté del suelo unos minutos después, recordando por qué estaba en aquel pasadizo.

Carlos.

Limpié mis lágrimas y saqué mi mejor sonrisa que, aunque llena de felicidad, escondía tristeza y melancolía. Abrí la puerta lentamente y ahí estaba él, sentado en una piedra grande.

Nos vimos por unos segundos antes de que comenzaramos a caminar lentamente el uno al otro. Nos tocamos suavemente, él me acarició la mejilla y yo su cabello. Una pequeña risa de alegría dejé escapar, mientras lloraba. Pero está vez, era de emoción, de felicidad, una felicidad ligada a una melancolía y una tristeza que me acompaña desde hace una semana, aquel día cuando ví morir a aquella buena persona.

Nos abrazamos con desesperación, como si tuviéramos décadas sin vernos, pues se sintieron así. Cómo si hubiéramos sido separados por años, pues así se sintieron. Esperándonos, hasta el día en que por fin nos encontraramos, nos viéramos a los ojos, para decirnos.

-Te amo- dijimos al unisono. Pues así se sintieron.



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En el texto hay: romance, drama

Editado: 18.06.2025

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