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Leticia
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Me pongo mi mejor vestido, el más hermoso, blanco, aún más glamuroso que el de mi hermana, voy vestida con el color que se supone es solo de la esposa, pero la esposa debería ser yo, no ella.
Maquillaje bien hecho, cabello bien arreglado, hermosa como siempre, nada me puede detener. Escondo una daga en la parte baja de mi vestido, todo está planeado, esto no se quedará así, si yo no puedo ser la reina, pues no habrá más reinado en Francia.
La ceremonia está por empezar, todos se están terminando de arreglar, algunos invitados ya están sentados a la espera. Espero a que todos estén al fin en el gran salón y salgo de mi habitación, camino lentamente por los pasillos, escucho varios cuchicheos de la servidumbre, no me importa, ya es momento de que me dé mi lugar, si hay que acabar con ella, yo misma lo haré, y no me detendré hasta verla en un charco de sangre, con los ojos cerrados y la daga clavada en su pecho.
Todo parecía perfecto, la historia mas hermosa, la mejor boda de la historia. Debo admitir que el vestido es precioso, pero no más que el mío, además, en mi se vería mejor.
El rey comienza a recitar el típico discurso insípido y horrendo, "por el poder que la corona me confiere"
Antes de que pudiera terminar la frase, entré bruscamente, con la daga escondida entre las tantas capas de mi vestido.
-¡Que ceremonia tan encantadora!-digo mientras camino hacia ellos aplaudiendo lentamente-¿No esperaste a tu hermana?, ¿En el mejor día de tu vida?- fingí indignación—¿Qué clase de persona hace eso?
Todos me miraban con asombro e indignación, mi vestido, blanco, con detalles de mariposa. No tardaron en escucharse los comentarios de, "¿Qué le pasa?", "¿Por qué está usando ese color?", "¿Trata de arruinar la boda de su hermana?"
Cuando estuve lo suficientemente cerca de Elisabeth mi padre se levantó.
—¿Qué estás haciendo?
—¡Solo voy a felicitar a mi hermana!—me acerqué a ella y la abracé.
—¿Qué planeas?—susurró.
Pensé por un segundo lo que iba a hacer, esto me condenaría de por vida, pero si yo no puedo ser reina, ella tampoco lo será.
—te dije que me las pagarías—susurré con una pequeña sonrisa triunfante.
Saqué rápidamente la daga y se la clavé en el abdomen, escuché gritos, asombrosos, y el quejido de Elisabeth por el corte. Mi padre corrió hacia ella, los guardias me tomaron por los brazos. Traté de soltarme, ella no podía quedar viva, debe morir.
—¡Sueltenme!—grité—¡Debo terminar el trabajo, ella no puede vivir!
El rey se levantó y caminó rápidamente hacia mi, alzando su mano en mi contra, golpeando mi rostro con la palma de su mano.
—¡Desde este instante dejas de ser mi hija!—anunció con la furia saliendo de sus ojos—¡Llevenla al calabozo!
Grité con todas mis fuerzas y traté de liberarme. Un dolor en la cabeza hizo que toda la luz se fuera, quedando en completa oscuridad.
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Un olor putrefacto me hizo despertar, sin abrir los ojos trato de reconocer el lugar, suelo húmedo y rústico, poca luz, demasiada oscuridad. Al abrir los ojos seguía un poco desorientada, aún no sabía dónde estaba.
Unos barrotes gruesos bloqueaban la salida, y ahí fue cuando me di cuenta de donde estaba.
—¡Después de todo no tuve que hacer nada para que terminaras aquí!—una voz femenina se escuchó desde afuera.
—¿Por qué me trajeron aquí?—pregunté mientras me levantaba del suelo.
—¡¿Y todavía lo preguntas?!—dijo luego de reir un poco—¡No mereces estar aquí, deberías morir!
Al tratar de acercarme fui jalada por unas cadenas amarradas en mi pie, ¿Era yo ahora una prisionera?, eso no podía ser posible.
Miré a mi alrededor, viendo el lugar con claridad, mi vestido sucio y roto, y esas cadenas negandome mi libertad.
—¡Sácame de aquí!—grité—¡Dile a mi padre que no puede hacerme esto, soy la princesa, soy su hija!
Ella rió vulgarmente y se acercó a los barrotes—no, no lo eres.
—¡Tuya no lo soy, eso lo se!—exclamé—¡Pero el rey sigue siendo mi padre, para tu desgracia!
—¡Ay!—puso una cara de lastima—pobre niña ingenua, ¿En serio aún crees que eres hija de Altus?, piénsalo, mira como trata a Elisabeth y luego voltea a ver cómo te trata a ti.
—¡No me harás dudar de mi otra vez!—grité acercándome, sintiendo el dolor en el pie por las pesadas cadenas.
—¡Que te lo cuente el mismo, tu no eres princesa, no tienes sangre real, eres solo una basura que Altus recogió!
—¡Espera a que salga de aquí, no solo terminaré con Elisabeth, luego te mataré a ti!—amenacé con una sonrisa.
—No dejaré que eso pase—respondió con tranquilidad—acabaré contigo antes que pase.
Se fue lentamente dejándome ahí parada. Veía a todos los presos en las otras celdas, me gritaban vulgaridades, eran simples bastardos.
—¡Déjenme salir!—gritaba mientras los demás me veían desubicados.
Me sentía traicionada, el calor que subía por mis pies no era por el encierro, era la furia, la impotencia y el dolor de que mi propio padre me encerrara.
—¡Soy la princesa, no merezco estar aquí!—exclamé.
—¡No!—una fuerte y gruesa voz me interrumpió, seguido de los pasos firmes de mi padre—¡En realidad no lo eres!
—¿Qué quieres decir?—pregunté.
—no quería decírtelo, porque te he agarrado mucho cariño con el pasar de los años—se acercó a los barrotes—¡Pero esto que hiciste hoy no tiene comparación, no serás reina, no eres princesa, y no eres mi hija!
Sus palabras fueron dagas en mi corazón, golpeando fuertemente sin detenerse, sin piedad, cortando mi carne hasta llegar al otro lado.
—¡Pasarás el resto de tu miserable vida aquí!—dio media vuelta y se fue, dejándome ahí tirada, después de haber aplastado mi vida con sus botas de tacón.
No dije nada, no pude gritar, no pude moverme, simplemente me quedé ahí, recopilando cada momento que había vivido, recordando cada paseo, cada cena, cada vez que tenía miedo por la lluvia y él se acurrucaba a mi lado, cuando todos me molestaban, él estaba ahí, cuidando de mi. Todo fue una mentira, una farsa, un sueño, las lágrimas salieron, dejando escapar cada una de las veces que le dije papá, tratando de curar la enorme herida que me había hecho.