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Elisabeth
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15 de febrero de 1811
Hoy, después de nueve meses por fin puedo ver la luz del día, esta es la quinta vez que me hace esto, sin darme oportunidad de protestar, lamentando cada respiración, cada momento, cada día. Soportando cada humillación, cada golpe que aunque lo sentía, ya no me provocaba dolor.
Llevo veinte años encerrada, observando el pueblo a través de mi ventana, viendo como cada vez cae más profundo, sufriendo con ellos el tormento del grave error que yo y mi padre pudimos cometer. A veces, recuerdo todo lo que hice para ser libre y como lo arruiné por una estupidez, tal vez las cosas fueran diferentes si me hubiera quedado en Rusia en aquel tiempo.
—¿Mami estás bien?—Aurora se me acercó lentamente con esa mirada inocente que tanto la caracteriza, con esa sonrisa hermosa.
La abracé y al oído le dije que no se preocupara, que mamá estaba bien, ella me sonrió y luego se fue mientras tarareaba una canción.
"Mami", ¿Cómo podía explicarles a estos pequeños que yo no soy su verdadera madre, soy solo la cortina que tapa toda la verdad. Una verdad que el reino ni se imagina que exista.
Estuve cautiva durante nueve meses, escondida mientras él iba y embarazaba a otra mujer, para luego hacer con ella lo que quisiera y traer al reino un heredero. Creí que Axel iba a ser el único, hasta que dos años después decidió traer al pequeño Vitali, dos hombres así no son necesarios en el mundo. Después trajo a Adrián. Luego llegó la pequeña aurora y ahora, Leticia. Decidió ponerle ese nombre porque dice que tiene cara de perra. ¿Cómo puede hablar así de su propia hija?
Durante todo este tiempo estuve estudiando a Vitali, sus movimientos, su rutina, lo que hace y deja de hacer. Sin embargo, mi curiosidad sigue puesta en esa gaveta que por mucho tiempo no he logrado abrir, una vez me descubrió tratando de abrirla y me golpeó hasta que casi no pude levantarme. Cambió la cerradura y escondió la llave detrás del armario en una pequeña caja de metal que solo él tiene la llave, ¿Por qué no me deja ver lo que hay ahí?
La abuela Berta murió hace diez años, ya estaba muy anciana, enfermó y no hubo nada que hacer, estoy completamente sola desde entonces, sin poder salir ni hablar con alguien.
Sin embargo, todos estos años he podido hacer un plan para salir, con ayuda de un guardia que por alguna razón se ha empeñado en ganarse mi confianza a través del tiempo, lo ha logrado a decir verdad, hizo mucho por mi en estos años.
Escapar de aquí ya no es una opción, es una obligación, una necesidad, es un instinto de supervivencia.
—Cariño—cada vez que me dirigían a él sentía un nudo en el estómago—¿Puedo bajar a ver a mi hermana?
—¿Por qué?—preguntó sin mirarme, con ese tono condescendiente que me eriza la piel—nunca la has visitado desde que nos casamos.
—¡Por eso!—exclamé un poco temerosa—creo que ya ha tenido mucho tiempo para reflexionar, solo quiero ver cómo está, después de todo es mi hermana.
—¡Muy bien!—se levantó rápidamente y se me acercó con suavidad para darme un beso en la frente y luego decir—puedes bajar a verla cuando quieras.
Sonreí de manera forzada, a veces era tan tierno que me hacía olvidar por unos segundos la horrible persona que es y todo el infierno que me ha hecho vivir desde el principio. Liberar a Leticia es parte de mi plan, y aunque sea difícil o tal vez imposible, voy a escapar de aquí, viva o muerta.
Bajé lentamente al calabozo, sentí un peso enorme en el pecho, lo único que sé de mi hermana es que luché para cambiarla de celda, a una menos asquerosa, y que le daban comida todo el tiempo. Pero nunca más bajé a verla, simplemente me olvidé de su existencia. Mientras más me acercaba más miedo sentía, ¿Qué pensará de mi?, ¿Me seguirá queriendo?, han pasado veinte años desde la última vez que nos vimos, ¿Me reconocerá?
Llegué a su celda y ahí estaba, acostada en su camilla, como si se hubiera acostumbrado a este lugar, aún recuerdo cuando se intentó quitar la vida, aún así no quise bajar a verla.
—¡Hola!—dije con un tono suave y desprevenido, aguantando las ganas de llorar y el miedo que sentía.
Ella se levantó lentamente y me miró confundida, se acercó sin quitarme la mirada, una pequeña sonrisa se pintó en su rostro, sacó la mano y me acarició la mejilla con suavidad, como si todo el pasado hubiera sido borrado, como si nada hubiera pasado. Una lágrima solitaria corrió por su mejilla manchada por el polvo. Nuestras miradas estaban juntas, viéndose sin despistar, ambas dejando salir nuestros nudos, sin hablar, sin hacer mas ruidos que los sollozos.
Tomé su mano, sintiendo su piel áspera, aceptando su tacto, como diciendo: no te preocupes, estoy aquí, siempre lo he estado. Nunca me fui, lamento haberte abandonado. Le sonreí, olvidando cada mal momento, recordando cuando éramos ella y yo contra todos. El silencio entre ambas no era incómodo, era más bien, un silencio de reconciliación. Aunque ambas estábamos separadas por unos barrotes, nuestras almas estaban juntas, abrazándose fuertemente.
—No sabes cuántas noches soñé con este momento—ella rompió el silencio dejando salir cada una de sus lágrimas, eran sinceras, sin trampas, sin rodeos.
Yo la miraba, era ella, era mi hermana Leticia, quien tanto amaba. Ambas nos olvidamos, pero muy en el fondo estábamos encerradas.
—No sabes cuánto lo lamento—dijo entre sollozos y suspiros cortos.
—¡Cariño!—le acaricié el cabello—¡No fue tu culpa, ambas nos hicimos mucho daño!
—Te amo hermana—me tomó el rostro suavemente.
—Yo te amo más—me acerqué al igual que acercaba su rostro y la besé en la frente, un beso sincero, un beso de perdón, donde se marcaba el final de nuestro pasado, borrando cada mal paso que hubo, olvidando cada herida, cada error. Ella siempre será mi hermana.