Tramir: Imperivm Inmolatio

Capítulo I

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Silencio. Todo lo que podía oír era un perturbador y extraño silencio. Al abrir los ojos, lo primero que vi fue una habitación que no era la mía. Tardé unos segundos en procesarlo.

Cualquier persona se habría asustado en mi situación, pero yo sabía exactamente lo que estaba pasando y deseaba con todas mis fuerzas que solo fuera una maldita pesadilla. Pero no lo era. Todo era demasiado real y, por más que me pellizcara una y otra vez, no despertaría.

La cruda realidad era que me había casado, y la habitación en la que me encontraba pertenecía a quien, desafortunadamente, ahora era mi esposo.

Con algo de nervios, entendí que anoche había sido la noche de bodas.
Con toda la valentía que pude reunir, giré hacia la parte izquierda de la cama.
No sé si lo que sentí fue alivio o decepción al ver que no había nadie junto a mí, pero al mirar con más atención, me percaté de que el edredón estaba perfectamente acomodado.
No quería aceptarlo, pero todo indicaba que nadie había dormido ahí. Y eso solo significaba una cosa: él no había pasado la noche de bodas conmigo.

Lo habría aceptado si solo se tratara de no haber consumado el acto, pero ni siquiera se había dignado a aparecer y fingir que había dormido aquí. Simplemente, no le importaba el honor de su ahora esposa. Una rabia ardiente me inundó, avivando el odio que ya sentía por él. Porque, ¿quién no odiaría a la persona que te obligó a casarte con ella? Yo lo hago.
Lo odio con todo mi ser. No solo porque me forzó a ser su esposa mediante chantajes, sino porque, después de eso, él mismo me arrebató todo. Mi libertad. Mi poder. Ese desgraciado...

Me sobresalto al escuchar la puerta de la habitación abrirse y ver a un hombre entrar.

—Señora Sorezgo —Pronuncia con elegancia, y siento náuseas al escuchar ese apellido.

—Moscár —Lo corrijo con rabia.

El hombre, imperturbable, inclina apenas la cabeza en señal de reconocimiento.

—El Rey la espera en el comedor —Anuncia con formalidad.

No respondo de inmediato. Me limito a sostenerle la mirada con frialdad, estudiando cada detalle de su porte rígido, su expresión carente de emoción. Como si el simple hecho de estar en esta casa exigiera renunciar a cualquier vestigio de humanidad.

—Dile que iré cuando lo considere oportuno —Respondo con desdén, girándome hacia la ventana.

El hombre no se mueve. Su presencia permanece inquebrantable a la entrada de la habitación, como una sombra.

—Le sugiero que no lo haga esperar, señora.

No es una petición. Tampoco una amenaza. Es un simple recordatorio de que en este lugar mi voluntad no es más que una ilusión.

Aprieto la mandíbula, obligándome a mantener la compostura. No voy a darle la satisfacción de verme afectada.

—Puedes retirarte —Digo con voz firme.

Esta vez, el hombre asiente y sale sin más palabras, cerrando la puerta tras de sí.

Suspiro pesadamente. Siento el pecho oprimido por la rabia contenida, por la impotencia de estar atrapada en un juego que no pedí.

Camino hacia el tocador y observo mi reflejo en el espejo. Mis ojos, normalmente llenos de determinación, reflejan una furia latente. No me doblegaré. No le daré el placer de verme vencida.

Respiro hondo y me obligo a recomponerme. Si voy a enfrentarme a él, lo haré con la cabeza en alto.

Doy un último vistazo a la habitación, asegurándome de que cada paso que doy no es el de una mujer derrotada, sino el de alguien que aún tiene el control.

Entonces, finalmente, salgo.

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La sala del desayuno es tan opulenta como todo en este palacio. Candelabros dorados, ventanales altísimos, vajilla que probablemente vale más que una pequeña nación. Pero todo ese lujo se siente frío, vacío, como si fuera un monumento a la infelicidad que ahora me rodea.

Tramir está ahí, sentado en la cabecera de la mesa, como el rey que es. No porque lo quiera, sino porque lo es. Su sola presencia domina la habitación con una autoridad que parece haber nacido con él.

Yo, en cambio, soy la molestia. La espina que alguien se atrevió a clavarle en el costado.

—No juegues conmigo, Moscár —Su voz es un filo helado que corta el aire entre nosotros.

Dejo mi taza sobre la mesa y sonrío con una dulzura venenosa.

—¿Jugar? Oh, Tramir, qué poca fe tienes en mí. Yo no juego. Yo existo. Y parece que eso es suficiente para arruinarte el día.

Sus ojos me atraviesan con un desprecio tan crudo que casi puedo sentirlo en la piel.

—No tienes idea de lo que estás haciendo —Dice con un tono peligroso, pero no se inmuta. Él jamás pierde la compostura.

—Claro que la tengo. Me casé contigo, ¿no? —Me recargo en el respaldo de la silla con una expresión de absoluta indiferencia—. Pero lo que no entiendo es por qué te molestas tanto. No esperaba un esposo amoroso, ni mucho menos un hombre complaciente. Pero al menos podrías disimularlo mejor frente a tu reina.

Lo veo endurecer la expresión. Le molesta que lo mencione, que pronuncie esa palabra como si significara algo.

Reina.

Soy su reina.

No porque él me haya elegido, sino porque alguien decidió que así sería. Porque este matrimonio no es un cuento de hadas ni una historia de amor. Es una guerra fría entre dos enemigos atrapados en la misma jaula dorada.

—No eres mi reina —Dice con un desprecio hiriente—. Eres solo la carga que la política puso en mi camino.

—Ah, qué cruel. Y yo que estaba empezando a acostumbrarme a mi nuevo título.

—Acostúmbrate a ser invisible —Susurra con una frialdad letal—. Porque en este reino, nadie te verá como algo más que una sombra a mi lado.

Aprieto la mandíbula.

—No subestimes las sombras, Tramir. A veces pueden tragarse la luz por completo.

Nos quedamos en silencio, mirándonos como dos bestias a punto de saltar una sobre la otra. Pero no lo hacemos. Aún no.



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En el texto hay: #drama, #dragones, #principes

Editado: 14.06.2025

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