¢ TRAMIR ¢.
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El palacio apesta a su presencia.
No importa cuántas veces mande a limpiar los pasillos, a quemar lo que se puede impregnar de su asqueroso olor en las habitaciones o a renovar las alfombras; el aire sigue contaminado por ella. Moscár. Como una enfermedad que se niega a desaparecer. Como un veneno que corre por las venas de mi reino, lento pero implacable.
Camino por el corredor con pasos firmes, sintiendo el mármol frío bajo mis botas. Cada vez que respiro, me imagino que es su aliento lo que estoy inhalando, y me dan ganas de arrancarme la piel.
La puerta de la sala del trono está entreabierta. Y entonces la escucho.
Esa voz. Esa maldita voz.
Cruzo el umbral con un ardor en el pecho, y allí está ella. Sentada en MI trono.
No me importa que sea una formalidad, una costumbre ridícula de igualdad entre monarcas. No me importa que la estúpida tradición dicte que ella tiene tanto derecho como yo a ocuparlo. Ese asiento es mío. Mi sangre, mi sudor y mi hierro lo forjaron. Su mera presencia en él es una blasfemia.
Moscár levanta la vista y sonríe.
—Vaya, qué temprano hoy, Tramir. ¿O debería decir "su majestad"?
Me hierve la sangre. Su tono es una daga envuelta en terciopelo. Su sonrisa, una burla que me dice que sabe exactamente lo que hace.
Camino hasta ella con la mirada clavada en la suya. No le concedo el lujo de desviar la vista.
—Bájate.
—¿Perdón?
—Te dije que te bajes. —Mi voz es un filo en la oscuridad.
Se reclina ligeramente, con esa falsa indiferencia que me repugna. Su vestido, rojo como la sangre derramada en mi nombre, se desliza por los brazos del trono mientras se incorpora con calma insoportable.
—Qué impaciente. Apenas iba a levantarme.
Miente. Se habría quedado ahí todo el tiempo que le diera la gana, solo para ver cuánto podía hacerme hervir.
Cuando se pone de pie, doy un paso más, acortando la distancia. El aire entre nosotros se vuelve denso, pesado, lleno de esa hostilidad que nunca se disipa.
—Si vuelves a sentarte ahí, Moscár…
Ella ladea la cabeza.
—¿Me colgarás en la plaza? ¿O esta vez me envenenarás en la cena? Me intriga qué método escogerás para deshacerte de mí, porque hasta ahora has sido… —Su mirada recorre mi rostro con asco fingido— decepcionante.
Aprieto la mandíbula.
El desprecio que siento por ella es tan intenso que me resulta casi tangible. Es como si pudiera extender la mano y estrangularlo en el aire.
No lo haré. Aún no.
Pero estamos al borde. Y lo sabe.
Su sonrisa no se borra, pero la veo tensarse, como una cuerda a punto de romperse.
—¿Sabes? —Digo con lentitud, saboreando cada palabra—. Tu querida callejera tal vez, y solo tal vez, extrañe tanto su lengua que ni siquiera pueda pronunciar tu asqueroso nombre.
Moscár parpadea. Solo una vez. Pero lo noto.
—O, quién sabe, tal vez extrañe un brazo. O los dos. A veces, cuando uno es tratado como un perro, aprende a vivir como uno. Arrastrándose, babeando por las sobras. —Inclino la cabeza con fingido interés—. Ah, pero lo mejor… lo mejor es que tal vez, solo tal vez, sienta felicidad al ser maltratada sin curación.
La veo inhalar, lenta, controlada. Pero sus manos… Ah, sus manos han dejado de estar relajadas. Las tiene crispadas contra su vestido, como si su propia piel le quemara.
Me deleito en su ira contenida. En su esfuerzo por no darle rienda suelta a la rabia. En ese preciso instante en que sabe que, si cede, perderá algo más que la compostura.
—Eres patético, Tramir.
Su voz es baja, afilada como una aguja. Pero yo ya gané.
—Y tú sigues respirando. Supongo que ninguno de los dos es perfecto.
Me inclino levemente hacia ella, mi aliento rozando su mejilla.
—Pero tranquila, querida Moscár. Lo arreglaré antes de que acabe la semana. Eres tú o soy yo, para tu buena suerte nunca nadie ha estado por encima de mí.
Moscár intenta recomponerse, pero no se lo permitiré.
Doy un paso adelante, solo uno, y la obligo a retroceder. Es instintivo, un reflejo que traiciona su maldita fachada de superioridad. Y lo aprovecho.
—¿Te pones nerviosa, Moscár? —Mi voz es baja, letal.
—No seas ridículo.
Otro paso. Otro retroceso.
Los guardias a los lados del salón observan en completo silencio. No se mueven, no reaccionan. No porque sean meros espectadores, sino porque saben que no tienen derecho a intervenir. Moscár puede ser una reina, pero este es MI reino. Estas son MIS reglas.
—¿Sabes cuál es tu problema? —Le susurro, inclinándome solo un poco, lo suficiente para que mi sombra la cubra—. Sigues creyendo que tienes algún poder aquí.
Moscár endurece la expresión, pero sus ojos… ah, sus ojos delatan el mínimo temblor de su autocontrol.
Doy otro paso. Esta vez, su pie se desliza hacia atrás con más torpeza, y la noto tambalearse. No la toco. No necesito hacerlo. Solo mi presencia la aplasta.
—Tienes suerte —Continúo—. Muy poca, pero la tienes. Porque aún me divierte verte fingir que puedes desafiarme.
A mi alrededor, el aire se vuelve denso. El peso de la mirada de los guardias es una presión muda, el juicio sin palabras de quienes saben que lo que ocurre aquí es más que una simple disputa. Es un acto de dominio.
Ella se tensa. Sé que está a punto de replicar, de soltar algún veneno disfrazado de ingenio, pero no se lo permitiré.
Un último paso.
Moscár tropieza. Su pie se desliza hacia atrás, su cuerpo pierde equilibrio. Su propia desesperación por mantenerse firme la traiciona, y en un instante, está en el suelo.
Un silencio absoluto inunda la sala.
Yo no me muevo. No sonrío. No río. Solo la observo, viéndola allí, en el mármol frío, humillada ante sus propios súbditos.
La derrota se le impregna en la piel, no porque haya caído, sino porque sabe que lo hizo sin que yo siquiera la tocara.