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Aberración. Horror. Asco. Son palabras que describen lo que siento en este momento. El ver este tragico escenario en la plaza apenas despierto, hace que se me revuelva el estómago aún sin haber probado un bocado de comida.
Un gran odio y desprecio hacia él me invade, me pudre en el alma que posiblemente por mi comportamiento pasó esto.
El ruido y la bulla del pueblo me abruma, me hace darme cuenta que la gente lo disfruta y no sé qué es peor, sí él por hacerlo o su pueblo por venerarlo.
Los veo gritando y alabando a su Rey, porque si no lo hacen cualquiera de ellos puede ser el siguiente. Porque así es el control que ejerce sobre su pueblo, con miedo, y aplastando a cada uno de los que no obedezcan, como si fueran insectos y para mí, los insectos son más importantes para este mundo.
Camino lejos del ventanal, ya no soportó verlo, no soportó ver lo que él hace y las reacciones de las personas al hacerlo. No tienen corazón, no tienen conciencia, no tienen bondad, sino que parecen ser incluso peores que los Dregoros.
Camino tan rápido como puedo, ignorando y esquivando a los guardias que tratan de retenerme, pero ni los planetas me pueden retener en este momento, sigo caminando hasta llegar a la plaza.
El ver en primer plano tan despreciable acto de tortura me hace actuar por impulso.
Miro a los guardias y al acercarme se estremecen, se miran entre ellos con sorpresa y confusión por mi presencia.
—Como la Reina regente les ordenó y les exijo que liberen a esta pobre persona, lo que están cometiendo es una atrocidad —Ordenó con voz firme, para que me hagan caso. — ¡¿Qué esperan?!
Los guardias me miran con confusión y gracia.
—Una disculpa majestad, pero las órdenes de muerte no se pueden revocar, es ley fija — Me informan.
—"No eres mi reina. Acostúmbrate a ser invisible. Porque en este reino, nadie te verá como algo más que una sombra a mi lado." —
El recuerdo de Tramir diciendo eso viene a mi mente y la furia me invade. No me obedecerán, lo sé, porque no me consideran su Reina. Para ellos soy una intrusa de otro reino que fue puesta en el trono solo para cubrir ese espacio.
Cuando estoy a punto de protestar, me sobresalto al escuchar un grito desgarrador. Una mujer frente al hombre siendo torturado intenta pasar entre los soldados mientras llora desconsolada.
—Nadie puede pasar, le pido que retroceda — Exclama el guardia sin emoción.
—¡Él es inocente! —Patalea mientras lo toma del uniforme y el guardia endurece su mirada.
—¿Contradice las palabras del Rey? —Exclama fríamente y la mujer palidece.
—Al menos permitame despedirme, se lo suplico... — La mujer se aferra al uniformado.
—Puede despedirse de él cuando el castigo termine — Dice con desprecio mientras la mujer cae al suelo.
Su comentario es muy cruel, porque el castigo termina hasta que la persona muere.
Me pongo frente a la mujer y encaro al guardia.
Mi cuerpo tiembla, pero no de miedo. Tiembla de rabia. De impotencia. De una furia que me arde en las venas como si me hubieran encendido fuego por dentro.
—¿Es esto justicia para ustedes? ¿Matar sin juicio, sin compasión, sin verdad? ¿Esto es lo que veneran? —Mi voz resuena más fuerte de lo que esperaba, tan tensa que los murmullos de la plaza se apagan por un instante. El verdugo, detenido a medio golpe, me observa. Un silencio tenso se apodera del aire.
La mujer, aún en el suelo, me toma la mano. Su piel está helada y sus ojos inundados de lágrimas, pero hay algo en su mirada que me rompe. Esperanza. Una chispa, apenas un destello, de fe.
—No voy a permitir que muera hoy —Digo, con voz clara, y me vuelvo hacia el hombre que cuelga apenas consciente, su rostro cubierto de sangre y tierra—. No mientras yo pueda hablar, no mientras yo pueda luchar.
—Majestad —Interviene uno de los oficiales, dando un paso al frente—. Si interfiere, estará desafiando al veredicto real. ¿Desea eso en su conciencia? ¿La rebelión?
—¿Y qué conciencia tienen ustedes si obedecen órdenes ciegas que destrozan familias y matan inocentes? —Respondo, con el corazón desbocado.
Siento las miradas sobre mí. Algunas con asombro, otras con burla, pero unas pocas… unas pocas llevan algo distinto. Duda. Vacilación. Como si mis palabras hubieran abierto una grieta en su convicción.
El verdugo baja lentamente el látigo. Mira al oficial. Mira a mí. Un silencio denso cae de nuevo.
—Traigan al magistrado real —Digo con firmeza, antes de que alguien pueda actuar—. Según las leyes antiguas, toda sentencia capital puede ser reevaluada si un miembro de la realeza la impugna públicamente en presencia del pueblo. ¿O también esas leyes fueron pisoteadas por el Rey?
Algunos murmuran. Otros se miran confundidos. El oficial traga saliva. Sabe que tengo razón, aunque desearía que no fuera así.
—Eso… requiere confirmación —Balbucea.
—Pues confirmen. Pero no derramarán una gota más de su sangre hasta entonces —Afirmo.
La mujer a mi lado aprieta mi mano con fuerza. El hombre en la horca, colgando aún por cadenas, gime apenas. Pero respira.
Por hoy.
Y aunque tiemble por dentro, me mantengo firme. Porque si no lo hago, nadie más lo hará.
Un repique seco corta el aire como un cuchillo. Todos se giran. Las botas de los soldados martillan el suelo empedrado, avanzando con la precisión de un castigo divino.
Y entonces él aparece.
Tramir.
Vestido con un manto negro ribeteado en oro, su capa ondea como si el viento también le obedeciera. Su mirada lo escudriña todo: a la muchedumbre, al cadalso, a mí. Cada paso suyo es una sentencia. Y su rostro... sereno. Frío. Vacío de toda empatía.
El silencio que se extiende es casi reverente.
La mujer que aún se arrastra por el suelo, entre barro y ceniza, alza la vista. Cuando lo ve, solloza como si presenciara a un dios.