Tramir: Imperivm Inmolatio

Capítulo IV

¢ TRAMIR ¢

--------------------

¿Saben qué es lo peor de humillar a alguien?

Que a veces… te das cuenta de que no fue suficiente.

Moscár se fue con la cara rota, y aun así, siento que le debo otra humillación. Una que le arranque esa esperanza estúpida de los ojos. Pero por ahora, me basta con el silencio.

Camino por los pasillos como si cada baldosa me perteneciera. Y lo hacen. Nadie respira sin mi permiso. Nadie alza la mirada. Nadie pregunta por qué he vuelto a mi ala personal. Todos saben que cuando desaparezco en mi torre de hielo… es mejor no tentar a los dioses.

Cruzo la puerta. Esa que nadie más toca. Esa que a veces creo que va a arrancarle los dedos a alguien si se atreve a intentar abrirla. Mi ala. Mi templo. Mi santuario de mármol blanco y soledad, tan perfecta que cualquier ser humano parecería un error de diseño aquí dentro.

Dejo caer la capa sobre el sillón como si fuera un cadáver indeseado. Me sacudo el polvo imaginario de los hombros. Ni siquiera estoy sucio, pero el gesto me calma. Me recuerda que no soy como ellos. Que no pertenezco a ese rebaño de mediocres que respiran como si merecieran el oxígeno.

Mis pasos hacen eco entre columnas heladas. Todo está tan en orden que da asco.
Tan hermoso que podría destruirlo, solo para sentir algo.

Me detengo frente al espejo de obsidiana. Mi reflejo me devuelve la mirada. Qué molestia. Qué perfección. Qué aburrimiento.

—Sigues igual de hermoso —Le digo. Él no contesta. Sabio él.

Me río. Una carcajada suave, casi amable, que llenaría de miedo a cualquier idiota que la oyera. La risa de alguien que no necesita armas. Porque yo soy la amenaza.

¿Moscar?

Ah, sí. Qué torpe.

Creyó que el silencio de los años significaba perdón.

Creyó que podía casarse, vivir tranquila, y luego aparecer en mi mesa como si nada hubiera pasado.
¿En qué mundo?

El mundo de los estúpidos, supongo.

Me dejo caer en el sillón de terciopelo azul oscuro. Levanto una mano y hago aparecer una llama azul entre mis dedos. El fuego baila. Obedece. Me entretiene.
El Rey de Hielo, domando el fuego. A veces la ironía me pone de buen humor.

—¿Sabes qué es peor que ser traicionado? —Le digo al fuego—. Ser subestimado.

Esa engrenda me subestimó. Me creyó enterrado.

Hoy… tengo ganas de jugar.

La biblioteca me recibe como debe: en silencio.

Las antorchas se encienden solas apenas entro. Me gusta pensar que el fuego se desespera por agradarme. Pobres llamas. No saben que yo no ardo por nadie.

Camino entre los estantes como si paseara por mis propios pensamientos: organizados, vastos, y mucho más afilados de lo que cualquiera podría imaginar. Cada libro aquí fue elegido por mí, robado de otros reinos, o escrito por idiotas que creyeron que sabían algo. A veces los leo. A veces los corrijo. O los quemo.

Me detengo frente a un cuadro.

Mi retrato.

La obra es impecable: el artista se suicidó después de terminarlo. Dice la leyenda que no pudo soportar ver perfección tan de cerca. Yo creo que simplemente entendió que, después de pintarme a mí, su vida ya no tenía propósito.

Ahí estoy: sentado en mi trono, corona apenas ladeada, una mano sobre la espada y la otra sosteniendo una copa vacía. Mis ojos, como siempre, por encima del mundo.

—Un poco más de sombra en los pómulos, y sería perfecto —Murmuro.

Sigo caminando.

Ahora el segundo cuadro.

El Gran Dragón.

Sus alas de hielo oscuro se extienden por toda la pintura. Su mirada apunta al horizonte, y detrás de él, mi silueta. Mi creación. Mi bestia. Mi voluntad encarnada. Un dios que responde a otro. ¿Qué más podrían desear los reyes si no esto?
Ah, sí. Ser yo.

Me acerco al fondo de la biblioteca, donde el gran mapa ocupa toda la pared. Es una belleza monstruosa. Los continentes tallados en obsidiana, los océanos en plata fundida. Y los reinos…

Marcados con fuego.

Casi todo está bajo mi dominio. Mis banderas cubren el norte, el este, parte del sur. Las minas de los desiertos, los astilleros más poderosos, las torres de magos… Todos me obedecen. Todos me temen.
Y aun así…

Hay zonas en blanco.
Trozos de tierra insignificantes… bajo gobiernos aún más patéticos.
Gusanos coronados. Reinos minúsculos aferrados a tradiciones ridículas. Almas pobres vestidas con coronas heredadas.

—¿Qué hacen respirando? —Susurro. Me acerco y apoyo los dedos sobre esas zonas vírgenes del mapa, sintiendo el relieve de la desobediencia.

Quiero esas tierras. No porque las necesite. No porque valgan algo.
Sino porque no son mías aún.
Y eso, simplemente, me insulta.

Observo el punto que brilla en el centro: el reino de Iresbek, de Nero, mi "primo".

Intocable.

No por poder

Sino por política.

Un equilibrio tan frágil que basta una palabra mal dicha para desatar la guerra.

Pero no soy estúpido.

A Nero no puedo tocarlo.

Todavía no.

Así que empezaré por los insectos que zumban a su alrededor.
Esos reinos vecinos, débiles, mal armados.
Los eliminaré uno a uno, hasta que no quede nada entre él… y yo.

Y cuando no tenga a quién mirar hacia abajo…

Será su turno.

¿Saben qué me aburre del poder?
Que la mayoría no sabe qué hacer con él. Lo heredan, lo reparten, lo negocian… como si fuera una herida que necesitan cubrir. Patético.

Yo, en cambio, lo disfruto.

Lo reinvento.

Lo convierto en arte.

Me detengo frente al mapa, mis dedos rozando esos pedazos de tierra que aún no se inclinan. Cada uno gobernado por algún bufón con corona, convencido de que su linaje lo protege. Qué dulces son esos delirios. Qué deliciosas las caídas.

A cada uno lo he destruido de manera distinta.

El del Reino de Pildruk, ahogado en oro fundido frente a su propio consejo.



#2798 en Fantasía
#532 en Magia

En el texto hay: #drama, #dragones, #principes

Editado: 29.06.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.