¢ TRAMIR ¢
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La luz tenue de mi habitación es suficiente para dibujarme en el espejo. Ahí estoy, perfecto, impecable. No necesito más compañía que la mía. ¿Para qué? Nadie en este lugar merece mirarme… excepto yo.
Inclino la cabeza, observo cada línea de mi rostro. Y sonrío. Una sonrisa lenta, que se estira como un filo.
—Hoy podría matarla —Digo en voz baja, casi como si le confiara un secreto a un amante.
Mi reflejo sonríe conmigo. Lo hace igual, pero lo hace mejor. Siempre parece más hermoso, más cruel.
—Hazlo —Me responde. Su voz está en mi cabeza, en mi garganta, en mis huesos. No sé si la imagino o si siempre estuvo ahí.
Cierro los ojos un segundo. La imagino a ella, Móscar, vulnerable, respirando sin sospechar nada. Una presa que aún no entiende que ya fue cazada.
—¿Cómo? —Pregunto, como quien pide consejo para elegir un buen vino.
El reflejo ríe. Esa risa que me fascina porque es mía, y a la vez no lo es.
—Hay tantas formas… lenta, rápida, elegante, sucia. Tú decides. ¿Un veneno? ¿Un cuchillo? ¿Tus propias manos? Imagina el calor de su cuello apagándose bajo tus dedos.
Un escalofrío placentero me recorre la espalda. No es miedo. Es deleite.
—Mis manos… —Murmuro, casi excitado.
El reflejo asiente, aprobando como un maestro indulgente.
—Sí. Que lo último que vea sea tu rostro. Que lo último que sienta sea tu fuerza. Nadie más que tú. Qué honor, ¿no?
Me río. Me río fuerte, dejando que el sonido retumbe contra las paredes vacías.
—Sería un espectáculo. El mejor.
Me acerco al espejo, casi tocándolo, como si pudiera fundirme con él.
—Lo voy a hacer esta noche.
El reflejo me devuelve la promesa con un brillo en los ojos que no existe en los míos. Un destello homicida que me enciende por dentro.
Y por primera vez en mucho tiempo, no me siento solo.
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El agua golpea mi piel como si intentara purificarme. Qué ridículo. No hay nada que purificar. Soy perfecto en mi decadencia. El vapor llena el baño, pero no empaña el espejo. Nunca. Ese espejo es tan obstinado como yo.
—¿Lista para morir? —Susurro, y el reflejo me responde con esa sonrisa torcida que tanto disfruto.
Inclino la cabeza, paso una mano por mi cabello mojado. Cierro los ojos un instante. La imagino otra vez. Inútil, débil, tan prescindible que casi me molesta no haberlo hecho antes.
—Que lo sienta en sus huesos, que entienda que su existencia fue un error. Hazlo esta noche. —Mi reflejo susurra, tentador, como un amante que no acepta un “no”.
Río. La risa rebota en los azulejos como un eco blasfemo.
Salgo, me visto. Pero esta vez no me adorno como para una conquista de reyes ni para un banquete. Esta vez elijo comodidad. Pijama. Tan simple que parece insultante. Me gusta. La ironía me excita.
Sobre mis hombros dejo caer el abrigo. No es una capa, pero yo decido qué es. Y esta noche es mi capa. El peso de la tela me recuerda que estoy por dar un espectáculo, uno digno de mi grandeza.
El toque final: mi corona. La llamo así porque nadie más podría portar algo tan blasfemo. Es mi corona para la muerte. No de la mía, claro, sino de la que voy a regalar.
Me miro una vez más. Perfecto. El reflejo asiente, satisfecho.
—Eres majestuoso hasta en lo vil —Me dice.
Sonrío con orgullo.
Abro la puerta de mi habitación. El aire de mi ala me recibe como debe: oscuro, frío, silencioso. Camino despacio, dejando que cada paso retumbe en la piedra como un aviso. No soy un hombre caminando. Soy una sentencia que avanza.
Y esta noche, alguien va a aprender lo que significa.
Camino por mi ala como quien desfila hacia su coronación. Cada paso es un himno a mi poder. Cada respiración, un recordatorio de lo inevitable.
En mi cabeza, la voz me acaricia con promesas dulces:
—Después de matarla, no quedará ni un respiro que te incomode. Su silencio será tu obra maestra. Y si el consejo osa decir una palabra… los harás arder también.
Cierro los ojos un segundo mientras avanzo, degustando la idea. El aroma de su miedo, el ruido de sus gargantas desgarrándose en gritos que se extinguen. Me veo sobre sus cenizas. Sublime.
Mis labios se curvan. No sonrío, no. Sonrío con crueldad, con hambre.
Pero entonces… voces.
Me detengo en seco, la mano sobre la tela pesada de mi abrigo. Frunzo el ceño. Reconozco esa voz maldita, repulsiva, que me taladra el oído como una plaga.
Móscar.
Y junto a ella… la insoportable cacofonía de otra existencia que me enferma. Ragza.
La risa baja de mi garganta se me escapa como un cuchillo deslizándose contra la piedra.
—Por supuesto… —Susurro, con deleite venenoso—. Como moscas atraídas a la peste, vienen directo hacia mí.
Me acerco más, el eco de sus intentos de abrir paso hacia mi ala creciendo en el aire. Y cada paso que doy, siento cómo la voz en mi mente ríe conmigo, incitándome:
—Mátalas a las dos. Hazlo aquí, hazlo ahora. ¿Qué mejor escenario que el umbral de tu reino?
El pulso se me acelera, pero no de ansiedad. No sé lo que es eso. Es pura euforia.
Ya puedo ver la entrada, oscura y majestuosa. Y ahí están. Dos intrusas. Dos errores que aún respiran.
Mis manos arden por cerrarse en torno a sus gargantas.
Esta noche iba a ser un sacrificio. Tal vez termine siendo dos.
El umbral de mi ala se ilumina apenas por las antorchas. Y ahí están. Dos manchas en mi perfección.
Avanzo despacio. El eco de mis pasos retumba como un tambor de guerra. Ellas se tensan. Puedo sentir cómo el aire mismo se espesa con mi presencia.
Móscar baja la mirada. Ya sabe lo que soy. Ya sabe lo que podría hacerle. Pero no huyo de ella; nunca huyo de lo patético. Lo ignoro. Como quien aparta con el pie una piedra insignificante en su camino.
Ragza, en cambio… tiene el descaro de sonreírme. El descaro de ser mi hermana y pensar que esa sangre le da permiso para jugar conmigo.