La felicidad, en algunos casos, no es abundante en la vida de muchas personas y esta mayormente se manifiesta durante los primeros años de vida de ese individuo.
14 años antes de que estallara la masacre humana conocida como la Segunda Guerra Mundial, un 1ro de Diciembre de 1931, nací yo bajo el nombre de Diego Vega Fortuna. Desde mi nacimiento fui hijo único pero en el año de 1934 nació mi hermano Lucas. Para aquella época la situación económica del país no era la mejor y vivir en Barcelona era un desafío día tras día. En una casa de tres habitaciones, baño, cocina, sala y un pequeño patio vivíamos mi madre, mi padre, mis abuelos maternos, mi hermano y yo.
De lunes a sábado mis padres se iban a trabajar a una fábrica de uniformes alejada de la ciudad donde se laboraban en el área de contabilidad. Para llegar hasta allá tenían que recorrer una carretera extensa por un tiempo aproximado de media hora si el conductor no se detenía a recoger más pasajeros y cuando yo me despertaba para alistarme para ir al colegio ellos ya no estaban en casa. Compartía muy poco tiempo con mi madre y con mi padre debido a que llegaban por la tarde muy cansados y en la mayoría de veces se iban a su habitación para dormir unas cuantas horas. Mi madre era una mujer de un carácter fuerte, alta y con el cabello color castaño y mi padre solía mimarnos más, su cabello era negro y era de la misma altura que su esposa.
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En el colegio mi actividad favorita era cuando nos tocaba hacer dibujos o utilizar pintura. Aprendí a leer a los 5 años de edad y las maestras comentaban entre ellas que veían un futuro prometedor en mí. Miraba hacia todos los lados y veía que los de mi edad se encontraban gritando, riendo o jugando y yo sentía que no era como todos los niños que estaban a mí alrededor y en ocasiones pensaba que no pertenecía a ese entorno. Cuando las clases terminaban corría hacia la puerta de salida donde mi abuelo me esperaba con una alegre sonrisa arrugada por el paso de los años. Debido a que el colegio donde yo estudiaba no quedaba muy lejos de casa mi abuelo y yo nos íbamos a pie y semejante actividad contribuía a mejorar poco a poco la salud de él.
Mi abuelo Rodolfo y mi abuela Diana tenían más de treinta años de casados. Eran un matrimonio feliz, unido y esas dos cualidades se fortalecían más debido a la gran comunicación que existía entre los dos. Ambos, cuando eran más jóvenes, acampaban en distintos lugares donde la vegetación fuera predominante. Eran amantes de la naturaleza. Mi abuela era una señora a la que le gustaba expresar mucho sus ideales políticos y decía a viva voz que la democracia es la mejor forma de gobierno y que sólo mediante ella una nación puede avanzar. Por otro lado mi abuelo era más relajado y no hablaba tanto sobre ideologías políticas como su esposa.
—Todos los partidos y candidatos políticos son iguales, deshonestos y descarados. —Decía él algunas veces.
Cuando era hora de dormir mi abuela me llevaba hasta la cama y me contaba momentos que vivió al lado de mi abuelo hasta yo me quedaba dormido. En muchas ocasiones me describía lugares donde ambos estuvieron y lo hacía de tal manera que en mis sueños yo los acompañaba en esa travesía.
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Por las tardes, luego de almorzar, Don Capo, como le gustaba a mi abuelo Rodolfo que lo llamaran, se sentaba en frente de su pesada máquina de escribir y comenzaba a utilizarla provocando ese peculiar sonido de las teclas al ser presionadas. Cuando el Sol moría y la abuela empezaba a cocinar la cena él terminaba de escribir y se retiraba a bañarse. Siempre pensé que el aroma de la comida era lo que hacía que el se detuviera.
Todos los domingos el abuelo se sentaba en la sala a leer y revisar detenidamente lo que había escrito en la semana y cuando se percataba de podía mejorarlo o debía cambiar algo lo subraya y lo anotaba en una parte de la hoja. En la tarde de uno de esos tantos domingos yo me le acerqué y él, dándose cuenta de mi curiosidad, me facilitó un par de hojas del borrador de una historia que él había empezado a escribir. Al principio me estaba aburriendo de leer una palabra tras otra pero a medida que avancé con el texto mis sentidos podían captar con mayor nitidez todas las ideas, sentimientos y los pensamientos expresados por el personaje principal de la trama. Terminaba una página y le pedía la continuación a mi abuelo hasta que terminé de leer todo lo que él había escrito hasta ese momento. Vio mi cara de fascinación y dijo:
—Te ha gustado ¿no?
Respondí rápidamente.
—Claro que sí, me ha gustado muchísimo abuelo.
Sonrió.
—Y podría mejorar, sólo necesito más tiempo para perfeccionarla. Ni te imaginas las cosas maravillosas que se pueden plasmar en el papel.
Esas palabras de Don Capo fueron las que me empujaron al infinito abismo de las letras donde habitan seres bastante realistas como también personajes surrealistas.