Transición monocromática

II

-Maldita vieja.

Romane miraba atentamente a la muchacha frente a la parada de buses, con los ojos inyectados de sangre y pateando furiosa un caja de jugo. Tenía fuertemente agarrado el estuche de su violín contra la mano derecha y en la izquierda, hecho una pelota arrugada e ininteligible, la multa que le había dado el policía en su lugar habitual de trabajo.

Las cosas no habían sido más injustas porque la chica era prudente, pero no dejaban de ser amargas para su presupuesto (por decir una palabra, por supuesto) y se preguntaba cuantos días más debía privarse de comer para pagar la multa. Tenía ganas de morder a alguien y de maldecir contra el sistema judicial francés.

Cuando Romane había llegado, el asunto parecía tan irrelevante que estuvo a punto de reirse: una anciana con más canas que años vividos en el planeta estaba discutiendo acaloradamente con su amiga. Al parecer el foco de la disputa era que Rébecca estaba formando un escándalo con su violín y llamaba a los estudiantes que pasaban junto a la intervención a ingerir alcohol, asunto que era evidente tan solo de olfatear el hálito de la pelirroja. A pesar de las muchas explicaciones, la senil no podía tragarse el cuento de que prácticamente se había tenido que enjuagar el tufo mañananero con una gárgara de la colonia de un vecino que le había irritado hasta los intestinos, porque se le había acabado la pasta dental y no es como si tuviese agua para derrochar en su morada. La anciana sólo replicaba que no le creía a los vándalos de ultima categoría.

Hasta allí todo aparentaba ser una discusión sin importancia, pero bastó que la anciana intentara quitarle el violín de un tirón para que todo se fuera por el caño. Rébecca había tirado de vuelta con muchísima fuerza, escupiendo un insulto de fonética irlandesa y trayendo la figura de la mujer mayor con ella. La vieja se había quedado a medio paso de besar el pavimento, sin embargo, y a pesar de su apariencia encorvada e inofensiva, quedó derecha en un segundo y devolvió un empujón para nada suave en contra de la mujer.

De la nada se había formado un silencio tenso que reunía a las masas. No faltó el imbécil que se puso a grabar con el teléfono celular, gritando frases para agregar carbón al fuego y diciendo quien había empezado la pelea, añadiendo un poco más de sal o pimienta según lo que ellos creían. La discusión tomó un tono sucio y altisonante, pero no habían vuelto a tocarse: se estaban acechando en términos de guerra fría. 

Rébecca estaba más que harta. Tenía muchísima hambre, dolor en las manos, mucho sueño, pero sobre todo ganas de llorar. Sentía que le estaban invadiendo el territorio de una manera asquerosa y humillante, casi cuestionándole la razón por la que había tenido la atrevida idea de  reunir dinero para comer pan. Y, lo que más rabia le daba, era que si el asunto subía un grado más de temperatura, algún  policía vendría a quitarle el violín, la única cosas que poseía y era realmente suya.

-Váyase y déjeme trabajar. No tengo otro medio para vivir- escupió furiosamente la chica pelirroja, tratando de no exaltarse más de la cuenta.

-Claramente, vagabunda. Si te gastas todo el sueldo en alcohol.

Rébecca estaba a punto de chillar. Había hablado con mucha gente obtusa en su vida (Romane, el director del conservatorio, su primer novio y el hombre que le cobraba la renta cuando el casero no se encontraba en condiciones de ir a escuchar su mala racha monetaria. La lista era encantadora y suficiente), pero nunca le había dolido tanto contener el escupitajo de bilis que quería lanzar en la cara del contendiente. Se sentía impotente.

-Ni siquiera tengo sueldo- dijo a media voz, como si no le doliese decir aquello frente a personas desconocidas-. ¿Acaso cree que me encanta estar aquí, pidiendo dinero a personas que fingen hablar por teléfono o contener un estornudo para no darme un solo euro? ¡Estoy arriesgando una maldita multa porque decidí que tenía hambre! ¿De verdad tengo que darle explicaciones a una desconocida?- finalizó con la voz un poco más firme, aunque le hubiese encantado rematar con un "¿De verdad tengo que darle explicaciones a alguien con un cerebro de maní que selecciona lo que quiere oír de mi oración? ¡Vieja estúpida!". Pero no; ella aún tenía maneras.

La anciana la miró intensamente, como si tratase de leer entre líneas. Le costaba trabajo creer que una chica tan indecente como ella no la tuviese ya contra el pavimento y sacado un elemento cortopunzante del bolsillo para intimidarla, sin importarle que hubiesen cinco personas grabándolo todo. Pero, como sabía que esa chica era una delincuente, prefirió prevenir el ataque.

-¡Ayuda, alguien venga por favor! ¡Está mujer me pegó, me quiere robar!

Y, como si aquello hubiese sido un cántico esperado ansiosamente desde las sombras, apareció un hombre vestido con indumentaria policial y una sonrisa cuadrada de caricatura pintada en el rostro. Venía con los brazos formando ciento veinte grados, como dibujando un hexágono regular sin la base, y con los puños apretados para hacer notar sus largas horas de entrenamiento al tensar la musculatura.



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Editado: 06.10.2018

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