Tras el rastro del General

La llegada al nuevo continente. Comienza la aventura.

La llegada al nuevo continente. Comienza la aventura.

 

 

 

Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver…

Carlos Gardel

 

 

El vuelo fue preciso y arribó al Aeropuerto de Ezeiza en el horario indicado. Al descender podía percibir con todos los sentidos ese aire del otro lado del Atlántico. En el hall de ingreso un hombre senta- do con un bandoneón. Una maleta abierta y unas monedas que eran arrojadas al compás del sonido musical de aquel instrumento. Alguna vez pensé que sería harto formidable una mezcla con el fado portu- gués. En toda una instrumentación de ritmos, los latinos solemos fu- sionar todo aquel sistema musical que se preste a crear arte callejero. Candombe del Uruguay, tango argentino, samba brasileña, jazz nor- teamericano y todo el folclore de las naciones. Realizamos el papeleo y fuimos por nuestras maletas.

Veíamos uno a uno los embalajes que venían e iban. Uno debe pro- curar ver dónde van a parar, siempre ocurre la magnífica casualidad de quien se lleva la maleta equivocada. Milagros es un tanto perspicaz para estos negocios y si tiene que guerrear cuando ocurre este tipo de situaciones es la primera en tomar el escudo y la espada cual guerrero que defiende el castillo del rey.

Afortunadamente estaba todo en orden. A la salida del aeropuerto nos dimos pie a la salida. Al primer taxi que vimos le levantamos la mano como es de costumbre para que este parara. Cuidadosamente estaciona en el cordón de la salida. Abre la puerta el chofer para ayu- darnos con las maletas.

—¡Buenos días!

—¡Buenos días!, queremos ir a la calle Viamonte y Pellegrini.

—¡Perfecto!, le ayudo con los embalajes.

 

 

—¡Por favor!, ¡gracias!

—¡No son de por aquí! No, aunque a pesar de todo tiene un exce- lente español.

—Soy argentino, pero con mi familia -señalo a mi mujer y mi hijo- vivimos en Portugal.

—La península ibérica -se toca la cabeza, rascándose el taxista.

—Así es, de hecho, la península equivale a España y Portugal más sus islas -corrijo delicadamente al hombre. Todo historiador hace ese trabajo, corregir.

—¡¡Ah!! -frunce el ceño el señor que no estaba muy al tanto de la geografía del Viejo Continente.

Uno a uno se guardaban los bolsos de viaje ya dispuestos para que al cerrar su baúl del auto el taxi nos lleve. Al ingresar me dispuse a viajar delante y Milagros y Rodolfo atrás.

Como siempre sucede nos pusimos a charlar con el taxista. Un hombre del interior de Buenos Aires, de Tandil. Un pueblo a unos 300 kilómetros de la ciudad porteña.

—¡Qué bárbaro!, ¡que vuelvan aquí a esta ciudad convulsionada!

¿Vienen por vacaciones?

—Sí, también para una investigación. Trabajo en una editorial y preciso sacar unos puntos sobre historia argentina, que solo aquí po- dría procurar.

—Está bien -medita el chofer-, la Argentina ha cambiado desde que se fueron esos dictadores, y la guerra.

—¡Muy acertado!, hace años en la llegada de la democracia vini- mos a visitar.

—Entonces saben bien que la economía es desastrosa. No se puede laburar (trabajar).

—¿Por qué lo dice?

—Cada vez somos más. Muchos vienen desde el interior del país tra- tando de encontrar mejores condiciones de vida. Hace años que estoy en la urbe. Crie a mi familia, en estas tierras de asfalto; pero a veces preferiría volver a las sierras. Por lo menos en la naturaleza uno puede estar mejor.

 

 

—¿Y qué le impide regresar a su tierra?

—¡Muchas cosas! Vivir, por ejemplo -suspira.

—¡Tiene hijos y mujer!

—¿Es una pregunta? ¿o un hecho?

—¡Un hecho!

—Sí, tengo, como supuso, podría irme con ella. Los chicos ya están grandes, y hacen su vida.

—¡Y bueno!

—Lo que ocurre, y aunque parezca extraño, es que estoy como amoldado a la ciudad. No la quiero y ella quizás no me quiera, pero nos necesitamos. ¿Nunca le pasó estar ligado a algo y formar parte de ese paisaje? Si volviera a Tandil, me haría falta la ciudad. Como si ella fuera una droga por la cual matar.

Inmediatamente pensé en Lisboa. Sentía el mismo placer de estar en una ciudad. La única diferencia que nos separaba de los dichos de aquel señor era que Lisboa posiblemente me quisiera y yo a ella. Enton- ces recordé a mi mujer y mi hijo y la razón de que sí, me quería Lisboa.

—¡Piénselo bien!, hombre. -La ciudad a lo mejor lo aprecia, solo que usted no lo ve. La ciudad le prepara todo en bandeja servida y usted no degusta del plato tan elaborado, le da las fragancias y colo- res violetas de los jacarandás de noviembre, el sonido del tango. Tó- mese un tiempo para verla detenidamente cuando camine por San Telmo, La boca, o Palermo, y verá cuánta razón hay en mis dichos

-le expreso sincerándome con aquel pobre hombre que al volante se encontraba observando adelante un colectivo (ómnibus) de color rojo que no le daba el paso.

—¿Usted cree?

—¡Es simple, haga la prueba! Tómese unas vacaciones y no vaya a Tandil, no vaya al interior del país, ni siquiera cruce el charco (por el Río de la Plata) o vuele al exterior. Verifique usted mismo sus vacacio- nes y recorran la ciudad con su familia, su esposa, para ser un tanto preciso, por los menos unos días y luego siéntese en un sillón (si es que tiene) a meditar sobre lo actuado y viaje adonde quiera.




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