Tras el rastro del maestro

El encuentro VII. El pagano. Una historia de héroe y villanos entre dos tierras

Llegué a tiempo, cinco y media, a mi encuentro con aquel colega de aventuras. La hora justa para contar estos arquetipos propios que uno vive y que no vislumbraba a simple noción, por ser de raíces fantásticas, pero recurrentes al mismo tiempo. No tiene en sí una representación realista, sino todo lo contrario, es todo parte de una falta de respeto a las leyes de universo. Esto sí es realmente subversivo, pues viola todas las normas de la vida. Creo que ni siquiera Rene Guy de Maupassant podría explicarlo. Estamos combinando todo lo fantástico, lo maravilloso y lo insólito. Y dentro de todo este género la posibilidad de que sea real y nosotros una fantasía.

Estoy justo entre las calles que don José me mencionó: Rua Heliodoro Salgado y la Rua Cabo verde. El lugar indicado. Espero unos momentos, no más tiempo, y hace su aparición. Un poco apurado, un poco agitado, un poco extralimitado. Un poco de ambas cosas. Y todas al mismo momento.

–Camarada, ¿cómo le va? –expresa, sin aire como un enfermo de asma que precisa urgente ese aparato que da oxígeno. Es la impericia de no realizar actividad física y deportiva que pesa en los cuarenta años.

–¡Muy bien! Un poco confundido.

–Aquí a veinte metros tenemos un buen lugar para platicar, invito el café, mi amigo, tenemos mucho para conversar y cuando le digo de conversar le hablo de ciertas cuestiones irrisibles, fuera de contexto normal. Una confusión como la suya.

Es ahí donde me reí con ironía. Estábamos en medio de un círculo, sin poder salir. Un país lleno de magia, una ciudad llena de magia como expresó Alberto Caeiro.

–Ja, ja, ja, mi buen colega, esto recién comienza. Es un fruto para madurar. Todavía no es hora de comer la deliciosa pulpa que nos trae.

–Qué quiere decir, camarada –objeta el portugués.

–Alberto Caeiro, Bernardo Soares, y otros, mi amigo, solo eso.

–¡Ricardo! –me comenta el portugués.

–Y todos a un solo hombre para localizar: Antonio Moura, Antonio Mora, quien sea.

–Ya tenemos descifrada la ubicación del tal Antonio. Pasado el atardecer.

–Perfecto y déjeme contarle, camarada –me dice don José– , que años en

adelante esto se convertirá en una historia, y será una gran historia. La mejor de todas

–No lo dudo, mi amigo, no lo dudo.

Entramos a otro sucucho de Lisboa, otro bar. A Dulcinea. Nos sentamos en la mesa del medio y allí pedimos al mozo dos cafés, el mío con azúcar y el de mi amigo portugués negro.

Comenzamos desde mi confrontación con Alberto Caeiro y sus palabras andantes en medio de la noche, luego Raphael, hombre al cual ya había mencionado y Bernardo. Él escuchaba atento cada palabra que salía de mi boca y no es de extrañar, ambos vivimos en la misma objetividad material de un mundo físico en el que lo tocamos, lo vemos, oímos, y olemos. Vivimos en la materialidad sustantiva fuera de toda metáfora marxista de los medios de producción. Esta mesa está aquí y la toco. Este vaso, el café que vertieron dentro y lo bebo sin ningún inconveniente. El portugués hizo su pausa y me clarificó que, según Ricardo, Alberto o Bernardo, todos personajes clasificados uno por uno, los sucesos acontecidos son parte de nuestra existencia. Pero dentro de este estado en el que estamos ellos permanecen, viven en él, aunque son solo una ficción. Ellos viven aquí. Forman parte de lo que llamamos animas creadas y controladas por el maestro que cada vez que puede sale de aquel limbo donde está confinado por ese pacto ridículo al cual se sometió y con ello sometió a sus hijos. A sus creaciones condenándolas a estar aquí en la realidad por materializarse y desaparecer al mismo tiempo como fantasmas.

–¿Usted no cree que los personajes de Pessoa tomaron vida propia, y al mismo tiempo siguen siendo parte de Pessoa?

–Lo creo, don José, pero creo otra cosa, según la carta fue un pacto malogrado. Los heterónimos tomaron vida y murieron y sus espíritus están aquí pudiendo materializarse y no lo hacen. O sea son seudoespíritus que no lograron descansar. No llegan a ser fantasmas completamente y entonces se camuflan entre la gente. Como porteros, médicos, bibliotecarios, médium, pastores. Tienen el don de desaparecer por haber muerto y de reaparecer vivos.

–Es ilógico y a la vez increíble, ¿no lo piensa, mi amigo? –replica don José–. Nadie entendería cómo lo logran. Fantasmas que pueden aparecer y desaparecer en la materia misma burlando la cadena de átomos y que al mismo tiempo no son otra cosa paranormal, que conductores de una sola persona la cual no ha podido hacer lo que ellos, y quedó condenada a consolarse con el único síntoma que ese trato le dio: el dolor eterno. Imagine lo que debe ser sentir ese dolor día por día por el resto de la eternidad en medio de la soledad del halo. Intentando con todas

sus fuerzas que alguien aparezca y tenga la certeza y valor suficientes para sacarlo de la condena a la que está sometido.

–Usted cree que podemos –le dije con ánimo de alguna esperanza encontrada por ahí.

–Mi amigo, luego de estos episodios, estamos metidos hasta las narices en el baile. No podemos echarnos atrás. Hay que proseguir con esta empresa, se prolongue el tiempo que se prolongue. ¡Rescatar al poeta, carajo!

–Ja, ja, ja, esas son palabras propias de mi tierra.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.