Tras el rastro del maestro

El encuentro XI. La carta a Ofelia. Milagros y nuestros destinos

Tal como me dijo el maestro. Al otro día en el hotel me desperté. Me puse unas ropas simples. Al bajar a desayunar notaba algo raro. El personal de limpieza no era el que yo conocía. El guardador de llaves era un joven de unos veinte años. Desayuno algo ligero, y reveo el sobre de la carta. Tomo mi bolso y salgo por la Rua Camoes a cumplir mi última misión. Me quedo pensando si no habrá problemas con la policía. Luego de tantos embrollos y cuestiones extrañas estaba tranquilo por las palabras de Quaresma sobre el asunto. Mañana será todo diferente. Otra realidad distinta.

Ya en la calle veo unos policías. Me doy cuenta de que son los mismos que nos apresaron y me quedo quieto, ellos me vieron y se acercó uno a mí. Me dije nuevamente estoy en problemas con los oficiales, tal vez sepan lo que ocurrió ayer. Tal vez sigo en el otro mundo paralelo. Pensaba aquí vamos de nuevo. Un señor, buenos días de mi parte, documentos, motivos. Prefería eso a usted escapó de la cárcel, venga con nosotros. El oficial estaba cada vez más cerca, tanto que sin darme cuenta estaba a mi lado.

–Buenos días, su identificación por favor.

–Sí, oficial (comenzamos bien. Con un saludo algo raro). Observa minuciosamente y me lo devuelve.

–Que tenga buenas vacaciones, señor. Mis saludos.

–Saludos.

Por un momento el corazón había dejado de funcionar ante la llegada de los oficiales. El policía dio media vuelta y se fue con su coterráneo.

Una voz oía… toda alma digna de sí misma desea vivir la vida al extremo… conquistar más es cosa de locos…

Me dirigí entonces al cementerio dos Prazeres donde doña Ofelia Queiroz estaba enterrada y descansaba. Llego al barrio de Campo Ourique en la parte occidental de Lisboa. Saludo a la autoridad que en él estaba y camino por cada mausoleo y cada tumba hasta dar con la de Ofelia. Bueno, mi amigo, cumpliré su designio como usted lo quería. Al llegar a la tumba de doña Ofelia podía verse su foto sellada en mármol y una inscripción. A su alrededor una pequeña reja. Aprovecho para hacer una oración como católico que soy y no profanar la tierra donde ella descansa y yace.

Hice un pequeño agujero a un costado de la lapida que da a la tumba y enterré

la carta con sumo cuidado. Tape bien el agujero pequeño y palpe con mis manos que quedara bien sellado.

Listo, maestro, he cumplido, puede usted y sus hijos descansar en paz.

Hice otro rezo por Pessoa, por Ofelia y por todos. En ese instante un brote salió de la tierra. Una flor pequeña hizo su aparición cerca de donde la carta estaba enterrada. Una voz sonó en mis oídos. ¡Gracias! Toma la flor y que el milagro se produzca. ¡Adiós, mi amigo!

Sonreí y tomé la flor.

Emprendí la salida del cementerio y me fui al único lugar que me quedaba por recorrer. La florería de Milagros das Flores.

Al llegar estaba ella como siempre radiante, al verme me saludó.

–Qué gusto verte por aquí. Creí que te habías ido para Buenos Aires.

–No, tenía que terminar un trabajo.

–¿Y lo terminaste?

–Aún no –inmediatamente le di un beso potente, mis labios tomaron los suyos, ella no dijo nada y aceptó ese beso con pasión.

–¿Por qué?

–¡Porque te amo! Toma.

–¿Una flor?

–-Sí!, y no es cualquier flor. Eres tú. Eres tú la flor. Ella sonrió. Y nos quedamos conversando.

–¿Qué harás de aquí en adelante?

–Me quedaré en Portugal contigo, trabajaré aquí. Tengo una vida por delante. Mi destino está por escribir sus páginas y en ellas estás tú. Soy todas las cosas, aunque no quiera, soy todas las cosas. Las que quiero. Ya no hay un fondo confuso en mí.

Ella me abrazó fuertemente sonriendo con esos pómulos de sus mejillas colorados que daban alegría al día, y de las manos al caer la tarde nos fuimos por el camino. El Tajo estaba muy tranquilo. Espléndido como ella, Mirari da Gracia. Milagros Das Flores. La flor que ahora puedo regar. El sentido de mi vida.




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